jueves, 9 de junio de 2016

PRENDERSE FUEGO. Por Mariana Cardona.


¿Para qué estamos aquí? Es la pregunta que nos hacemos frecuentemente. La misma pregunta que se hacía Faustino. Vivía en la villa, no muy cerca al mar, pero soñaba con tenerlo cerca. Tanto lo imaginaba que sentía su aroma afrodisiaco a costa, a arena y algas frescas. Algo no muy fácil de pensar. Fausto se levantaba cada mañana con la esperanza de encontrarse con el mar cerca y una sola persona, una persona que lo amara, que se empoderara de él, que lo consumiera.
Un cigarrillo lleno de ilusiones por ser fumado y disfrutado, lleno de ganas de saciar la sed y la ansiedad de algún individuo incapaz de vivir ya sin la nicotina, de ésas almas que necesitan refugio.
No, no quería ser fumado por cualquiera. Deseaba caer en la boca de algún filósofo de la mañana, no una bonita chica con afanes de llamar la atención. Él quería ser profundo, quedarse en el suspiro y la garganta, ser una inhalación fuerte de desasosiego.
Se apegaba tanto a la idea, que en las noches soñaba con ése ser y con el mar. Hacía comparaciones en su imaginativo de qué sería de él si no llegaba su fumador estepario con ganas de desahogar sutilmente la tristeza acumulada, o por qué no, una alegría inimaginable que sólo podría acompañarse con un buen cigarrillo.
Planeó miles de veces el encontrarse en un crepúsculo siendo lentamente consumido, en medio de sexo y alcohol.
Vislumbraba la manera correcta en la que debería arder. Lo deseaba tanto que varias veces intentó prenderse fuego. No quería pasar sus días hundido en una utopía irreal.
Merecía algo más. Se paraba al espejo y visualizaba cada parte de sí mismo: Su filtro, hermoso y redondo; su base, llena de hierba, un fino tabaco que muchos  desearían fumar, de forma cilíndrica, de esos perfectos, semejante al cuerpo de una mujer, deseoso, envolvente.
Se hacía a la idea día tras día de que su caballero o dama apto para fumarlo llegaría algún día con una buena copa de vino y no lo pensaría dos veces antes de encenderlo y fumarlo. Y pensaba en ése momento, pensaba en el éxtasis, en el orgasmo que produciría la sensación de tener su filtro entre los labios de aquel ser. Lo anhelaba, lo anhelaba tanto. Susurraba oraciones y elevaba plegarias a dioses imaginarios que hasta hoy dudaba de su existencia, pero que lo hacían apegarse a la idea de que sería fumado.

Más que contar sus días, enmarcaba cada una de sus cicatrices causadas por el daño de la espera, del intento por sobrellevar una vida banal y precaria, esperando lo que a veces quería inesperado y que nunca llegaba y que nunca llegó.

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