¿Para qué estamos aquí? Es la pregunta que nos hacemos
frecuentemente. La misma pregunta que se hacía Faustino. Vivía en la villa, no
muy cerca al mar, pero soñaba con tenerlo cerca. Tanto lo imaginaba que sentía
su aroma afrodisiaco a costa, a arena y algas frescas. Algo no muy fácil de
pensar. Fausto se levantaba cada mañana con la esperanza de encontrarse con el
mar cerca y una sola persona, una persona que lo amara, que se empoderara de
él, que lo consumiera.
Un cigarrillo lleno de ilusiones por ser fumado y
disfrutado, lleno de ganas de saciar la sed y la ansiedad de algún individuo
incapaz de vivir ya sin la nicotina, de ésas almas que necesitan refugio.
No,
no quería ser fumado por cualquiera. Deseaba caer en la boca de algún filósofo
de la mañana, no una bonita chica con afanes de llamar la atención. Él quería
ser profundo, quedarse en el suspiro y la garganta, ser una inhalación fuerte
de desasosiego.
Se apegaba tanto a la idea, que en las noches soñaba con ése
ser y con el mar. Hacía comparaciones en su imaginativo de qué sería de
él si no llegaba su fumador estepario con ganas de desahogar sutilmente la
tristeza acumulada, o por qué no, una alegría inimaginable que sólo podría
acompañarse con un buen cigarrillo.
Planeó miles de veces el encontrarse en un
crepúsculo siendo lentamente consumido, en medio de sexo y alcohol.
Vislumbraba la
manera correcta en la que debería arder. Lo deseaba tanto que varias veces
intentó prenderse fuego. No quería pasar sus días hundido en una utopía irreal.
Merecía algo más. Se paraba al espejo y visualizaba cada parte de sí mismo: Su filtro, hermoso y redondo; su base, llena de hierba, un fino tabaco que muchos desearían fumar, de
forma cilíndrica, de esos perfectos, semejante al cuerpo de
una mujer, deseoso, envolvente.
Se hacía a la idea día tras día de que su caballero o dama
apto para fumarlo llegaría algún día con una buena copa de vino y no lo
pensaría dos veces antes de encenderlo y fumarlo. Y pensaba en ése momento,
pensaba en el éxtasis, en el orgasmo que produciría la sensación de tener su
filtro entre los labios de aquel ser. Lo anhelaba, lo anhelaba tanto. Susurraba
oraciones y elevaba plegarias a dioses imaginarios que hasta hoy dudaba de su
existencia, pero que lo hacían apegarse a la idea de que sería fumado.
Más que contar sus días, enmarcaba cada una de sus
cicatrices causadas por el daño de la espera, del intento por sobrellevar una
vida banal y precaria, esperando lo que a veces quería inesperado y que nunca
llegaba y que nunca llegó.
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