martes, 7 de junio de 2016

Locura, amor y sangre. Por Daniel Certuche.

 
    
Estaba sobre la cama, justo delante de su pila de libros viejos, los que moldearon su vida, los que leía cuando estaba triste, cuando estaba alegre, cuando sufría, odiaba, envidiaba o amaba. Esos en los que encontraba las respuestas a sus incontables preguntas y a sus incesantes locuras.

Parecía tan dulce porque se encontraba quieta, callada y sin ningún tipo de perturbación. Aparentaba ser una persona que no sufría o a la que le costase  hacerle daño a alguien, así era ella. Inmersa en un mundo en el que la verdad y la moral guiaban su comportamiento, en el que importaban más los sentimientos de  los demás que los propios, si… un mundo en el constantemente daba amor y que muchas veces  no era acorde con la realidad en la que vivía, un amor que llegaba a todas las personas a su alcance pero que solo algunas, o mejor dicho… muy pocas, lo devolvían como es correcto hacer.

Por otro lado estoy yo, que hago parte de ese grupo de  personas que  actúan de manera contraria a lo que la sociedad quiere, haciendo cosas por hacer, ignorando los sentimientos de otros, siendo egoístas. Uno más de los  que quieren proteger  la única fachada que tienen, y, que en su afán de hacerlo  le hacen daño a quienes los aman.

Muchas personas se  quedaron  con el amor que ella daba  y aunque  trataron  de devolverlo, les fue imposible, porque eran como yo: Personas   que no amaban en realidad, que dejaban sus sentimientos en otro plano, evitándolos y controlándolos. Ella brindaba mucho más amor de lo que se puede brindar normalmente. Era algo loco. Nunca se cansaba de dar.

Lentamente me acerqué a su cama. Sufría por dentro. No quería que me despreciara otra vez. Solo buscaba unos oídos dispuestos a escuchar mis disculpas. Pero cuanto más me acercaba, sentía una terrible e incontrolable sensación que me decía que quizá le había hecho mucho daño.

Pronuncié su nombre como para llamar su atención, pero… no respondía. Mi preocupación crecía cada vez más. Así que la llamé de nuevo… pero nada. Estaba detrás de ella. Comencé a caminar alrededor de la cama para poder verla: Parecía dormida. Sus ojos estaban caídos, notándose sus negras y largas pestañas. Sus labios estaban secos, al igual que su cabello, que estaba sobre la almohada. Sus hombros habían encontrado refugio en sus propias manos y su figura se veía tras la delgada sabana que le cubría el cuerpo. Parecía estar descansando. Pero no era así.

Descansé mi mano sobre su hombro y me dispuse a hablarle. Alcancé a decirle unas cuantas palabras, cuando me percaté de que ella ni siquiera respiraba. Empecé a moverla, a llamarla, gritaba su nombre, pero no respondía. Mi angustia creció en instantes. No podía creer que le hubiera hecho algo así. Su mano descolgó después de todo y ahí fue cuando me alejé de ella. Mi cuerpo empezó a temblar. No me encontraba bien, empecé a llorar,  a gritar su nombre. Mis oídos escucharon silbidos. De repente ya no estaba frente a ella. Veía luces blancas. Me dolía intensamente la cabeza. Seguía llorando, pero no sabía dónde me encontraba. Solo pensaba en ella. Después de unos minutos de haber despertado entró Moli, la enfermera, y me dijo que no me preocupara, que todo iba estar bien.

Pasé unos días internado en el hospital psiquiátrico. Me realizaron muchas preguntas. Pero todas me la recordaban, así que seguí inmerso en mis lágrimas, hasta que la policía realizó toda la investigación de la muerte  de Cris y determinó que yo era el culpable.

El día  que llegaron al hospital  buscándome Moli se vio muy sorprendida, pero entregó, sin más, mi pobre y escaso historial clínico. Cuando lo revisaron se dieron cuenta que no presentaba trastornos de relevancia para estar internado y que estaba en condiciones de pagar mi crimen.

Después de una semana el juez determinó que sería trasladado del hospital a una cárcel. Cuando me enteré me di por muerto. Volví a entrar en mi extraño shock nervioso. Esta vez  más intenso. Empezaba a volverme loco. Pasados unos días sentía que Cris me cuidaba Después la vi y sí... ella me visitaba en el hospital. Iba frecuentemente y charlaba sobre nuestro amor, sobre los hijos que tendríamos, sobre todo lo que suponía nuestra relación. Ella no pudo haber muerto, porque estaba conmigo y me hacía olvidar. No pensaba en la policía, en la cárcel o en lo que sería de mi vida en esos instantes.

Cuando recordaba lo que había pasado sufría, lloraba y gritaba. Me tuvieron que sedar y amarrar para que no le hiciera daño a nadie. Después de unos días me liberaron y según el médico estaba mejor. Ya no hubo más sedantes.

Con el tiempo aprendí a manejar mi dolor. Me costó mucho, pero  lo hice. Como también logré convencer a los médicos en cada uno de los exámenes que me realizaban.

Así que al mes y medio estaba fuera, sin cárcel. Mi estado era diferente, lo que hacía menos severa la ley. Todo esto lo hice gracias a Cris, que me enseñó a mentir y a mantener mi mente serena. Sin ella esos locos no me habrían dejado escapar, para poder formar mi familia con ella.

15 días después: “Suicidio en el parque: un hombre se colgó de un árbol en el parque y en su mano había un papel  que decía:

Lo siento Cris… no quise hacerte daño, por eso he decidido que mi vida no debe seguir. Tal vez te vea o quizás no. Solo voy a calmar el dolor que me dejaste.”

 

 

 




 




 

 

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