sábado, 20 de abril de 2019

Andrés Leonardo. Por Por Juan Fernando Carrillo Cárdenas,10-1.

Cuando yo era niño, como a los 5 o 6 años, no tenía juguetes porque los destrozaba, ninguno me duraba más de un mes, los destruía de alguna forma, ya sea quitándole las baterías o sacándoles el relleno.

Llegó el día en el que mi mamá decidió no volver a comprarme juguetes, porque según ella yo los desaparecía. Eso no me afectó, ya que estaba acostumbrado a no hacer nada, pero sentía la necesidad de tener algo en las manos, alguien con quién jugar. Pasé muchas tardes solo, con la compañía del televisor, uno viejo, de pantalla “inflada”, con cinco canales nacionales y uno venezolano que se veía borroso, en el que de vez en cuando emitían dibujos animados.

Todos los días era la misma rutina, me hacía falta un amigo…

Un día mi tía me trajo un regalo de cumpleaños atrasado, eso me sorprendió, hacía tiempo no recibía un regalo, era un caballo de palo con la cabeza gris. Brinqué de la felicidad, ya que a mi me encantaban los caballos.

Desde ese día nunca me volví a sentir solo, traté a ese caballo de palo como a una persona real. Mi mamá me dijo que le pusiera un nombre. Lo pensé y lo llamé Andrés Leonardo, que así se llamaba mi mejor amigo del colegio.
No sé por qué le puse hasta apellido. Casualmente Andrés Leonardo era el único caballo de palo que no solo se usaba para montar, también podía caminar -dando pequeños saltos-, cocinar,  ser un guardián, médico o paciente.

Dormía conmigo, aunque fuera un palo. Yo podía hablar, pero él no, al menos como una persona, sino en un idioma que llamé “caballesco”.

Cada vez que jugaba con Andrés Leonardo hablaba caballesco,  un idioma conformado por relinches de caballo, decidí que fueran relinches para que Andrés Leonardo pudiera comunicarse de forma más fácil.

Pasaron años jugando con el caballito.

Un día, de tanto jugar con él, se le cayó un ojo. Lo tomé como un juego y fingí llevarlo a un hospital, donde en vez de jeringas había agujas de coser. El hospital era el cuarto de mi abuela. Le pedí a ella que le cosiera un ojo a mi caballo de palo. Ella agarró una bola de lana gruesa y una aguja grande y empezó a coserle el ojo.

Mientras, yo hacía la voz de Andrés Leonardo, decía que le dolía mucho y le pedía que tuviera mucho cuidado. Ella lo reparó y me lo devolvió. Seguí jugando con él varios días más, hasta que un día decidí cortarle el cabello -tenía una melena de lana-, cogí las tijeras de mi abuela y empecé a cortarle la lana hasta quedar casi calvo. Nunca lo había lavado, tenía el pelo negro de la mugre, como yo, ese día. Nos lavaron el cabello, primero lo lavé a él, lo llevé al lavadero y le dije a mi mamá que me prestara su champú.

Así que ella fue al baño y trabajó, no sólo el champú,  sino el jabón de manos y la crema del cabello. Me ayudó a bañarlo. Quedó limpio y suave, con olor a vainilla.

Traté a ese caballo como a mi hermano.

Como todo niño fui dejando mi imaginación y mis juguetes. Cada vez jugaba menos con Andrés Leonardo, me aburría.

Un día, simplemente me olvidé de él, de su lenguaje, de sus comidas, de sus aventuras.

Actualmente tiene un alto valor sentimental para mí y aún lo conservo, así no lo use. Nunca me desharé de él, pues él fue por alguna vez mi mejor amigo en vida, aunque él no la tuviera.








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