Invitada al Filbita, la escritora nacida en Carapachay es autora de libros como Fámili, Maruja e Historias a Fernández, que obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil. "A mí me gusta el territorio del cuento popular, de la leyenda, la fábula, la narrativa oral, la narrativa recopilada. Esa zona de la cultura popular donde está el carozo, la semilla, el magma que después se derrama y toma toda la literatura", dice.
Por Valeria Tentoni.
Ema Wolf tose: los ácaros de las escuelas, el polvo del borrador, dice. Esta semana estuvo en varias aulas de la ciudad hablando de libros −de los que escribe, de los que lee−, de cómo se convirtió en autora de obras para chicos y chicas −casi por casualidad, repite una y otra vez− de cuáles son sus novelas favoritas −detesta los rankings−. Ahora, frente a una de las muchas bibliotecas que hay en su casa de Vicente López, abre los brazos y exclama: "¡Son muchas, muchas! ¡¿Cómo elegir diez, o cinco, o tres?!"
Autora de libros como Fámili, ¡Qué animales!, Pollos de campo, Libro de los prodigios, Hay que enseñarle a tejer al gato, La casa bajo el teclado y Maruja, Wolf nació en 1948 en Carapachay, muy cerca de donde vive hoy. Licenciada en Letras y periodista, participó en revistas como Anteojito y Humi y su primer libro de historias, Barbanegra y los buñuelos, fue publicado por la editorial Kapelusz en 1984. Por Historias a Fernández obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil. "Las historias son estupendas porque nunca se gastan. Es posible repetirlas muchas veces a muchas personas y no pierden nada del cuerpo, ni serrín ni limaduras. El que cuenta una historia la regala y al mismo tiempo la conserva, entera", se lee en La nave de los brujos y otras leyendas del mar.
Este año, Wolf fue reconocida con el Premio Pregonero de Honor. "Al principio pensé: ¿por qué me lo dan a mí? Si yo no hice ninguna materia pedagógica. Pero después pensé en cuántas veces he ido a las escuelas, y entonces sí", dice. Y tose. En su vereda, mientras tanto, un naranjo se saca frutos amargos −servirían sólo para hacer dulce− y rondan los pájaros en fiesta. Ningún auto pasa ni interrumpe su canto. En el comedor hay dos orquídeas magníficas, imposibles, una blanca y otra violeta.
¿Te acordás de tu primer lector o lectora que no fuese de tu círculo inmediato?
La primera experiencia fue hace 32 años. En la escuela que está en la calle Conde, frente a la plaza Mafalda, en Colegiales. Iban los hijos de una amiga, y me llevó. Yo estaba aterrada, porque no soy docente y nunca tuve prácticas pedagógicas ni nada. Yo hice la Licenciatura en Letras, no el Profesorado. ¡Dios mío, el miedo que tenía! No sabía qué me iban a preguntar, qué querían de mí. Y tenía pocos libros todavía. Había trabajado como redactora en la Revista Humi, algunas colaboraciones en Anteojito, esas cosas, pero no tenía la regularidad de la edición, así que estaba muy asustada. Y me llevó mucho tiempo perder el miedo. Y después me di cuenta que me interesa lo que pasa en la escuela, me parece fundamental, a pesar de no ser docente. Me interesa como ciudadana, como persona que mandó a sus hijos a la escuela. Así que sigo yendo. Sobre todo a la escuela pública: ahí es donde me formé, donde fueron mis hijos, mi nieto.
¿Y con qué te encontrás cuando vas, qué leen de tus libros los chicos? ¿Te sorprenden o están un poco guionados por las maestras?
Están un poco guionados, sí, es raro que te sorprendan. A mí me gustaría ir a una escuela y encontrar que los chicos hicieron preguntas vinculadas con los textos que leyeron, lo que podría llamarse "preguntas literarias", en el nivel en que pueden hacerlo ellos. Que alguien les hubiera hecho mirar la factura del texto, las construcciones, las maneras de resolver las secuencias. Pero eso no ocurre: preguntan primero las cosas biográficas, cosas que están en la Wikipedia y no son un misterio para nadie. Y viene el estereotipo del reportaje televisivo, y después las preguntas ranking, ¿cuál fue el libro que más tiempo te llevó escribir? ¿Cuál es tu escritor favorito? Yo buenamente trato de desbaratarlas. Trato de llevarles también un poco de realismo en relación con la profesión, porque les han puesto en la cabeza que es mágico, que sacamos conejos de la galera, que tenemos una imaginación supranormal, ¡y no es así! Es trabajo, es una artesanía, hay que escribir y corregir. Yo corrijo mucho, vuelvo sobre lo que hice, dejo las cosas un tiempo antes de mandarlas a la editorial. No podés ponerte los moños cuando estás escribiendo, tenés que aceptar que ese es un trabajo artesanal. Esto es trabajo, transcurrir, probar, ¡qué se yo! En algún momento no se me ocurrirán más cosas y bueno, dejaré de escribir.
Dijiste recién que no se trata de imaginación supranormal, sin embargo es un punto que se te elogia mucho: lo imaginativo, la manera de mirar.
Bueno, la manera de mirar sí es propia. Pero yo creo que todo el mundo lo puede hacer.
¿Y por qué creés que no lo hace todo el mundo?
Bueno, a lo mejor porque no tuvieron la oportunidad o porque les interesó más otra cosa. Mi dentista no tiene la imaginación que yo tengo, seguro, pero porque no la entrenó en esa dirección. Y algunas personas no tuvieron la oportunidad de leer, y esa sí es una cosa que yo les digo a los chicos: no es que tienen que leer, que lean si les gusta, pero lo más probable es que si un día quieren escribir antes hayan sido lectores. No se puede escribir sin leer.
En una entrevista te definís más como lectora que como escritora, ¿no?
Sí. Es lo que soy desde que tenía ocho años, y lo que sigo siendo.
¿Y la lectura es un entrenamiento para la imaginación?
No, no es que se entrena, se orienta en una dirección. Tu pensamiento está entrenado en esa búsqueda. Y entonces sí, yo sí siento que ando como una antena capturando cosas que están alrededor, mirando, escuchando. A veces, convirtiendo un fragmento de conversación que escuchás o una situación anecdótica en un problema, en una idea para hacer un cuento. Necesitás un problema para avanzar. Los chicos me preguntan por la inspiración, y yo no sé qué cosa es la inspiración. Es un concepto romántico, que viene de la antigüedad, el soplo de los dioses. En la Edad Media eso se sostuvo y en el romanticismo también era el genio: ya no eran los dioses, era el poeta elegido. Yo en realidad nunca supe qué era la inspiración; a veces, las cosas te salen más fácil y otras veces no tanto. La imaginación desbordada, que avanza sin límites, de ahí no sale un cuento. El cuento lo tenés cuando podés recortar una porción del campo ilimitado de la imaginación y convertirlo en una idea problema, y trabajar sobre ese pedacito.
En tus historias, los personajes suelen emprender grandes viajes, ocurre que visitan tierras extrañas. ¿Dirías que hay una vocación exploradora en tus libros?
Sí, porque esa es la marca de mis lecturas de chica. La marca de las lecturas de la infancia es indeleble. Yo me hice lectora con Salgari, leyendo las historias del Corsario Negro y de Sandokán, y todo libro de aventuras que transcurriera en los mares, en Filipinas, en las estepas de Rusia, historias en la época de las guerras púnicas, Los hijos del faraón... Las novelas de Salgari, Rodolfo Bellani, Rafael Sabatini, que estaban de moda en ese momento. Eso te marca. Yo buscaba información en los libros, me doy cuenta ahora. Yo quería saber, seguía los itinerarios de los héroes con un planisferio que había colgado en la cocina de mi casa. Encontrar las islas de las novelas en el mapa, eso le daba un peso y una fuerza a las historias que me fascinaba. ¡Estaban ahí, existían esos lugares! En la literatura buscaba que me abrieran el coco, el mundo: en lo horizontal, en la geografía, y en la historia también. En ambas coordenadas. Por eso hay información en mis libros.
¿Trabajás siempre con cartografías reales?
Algunos lugares existen, otros son inventados, pero no le retaceo información al lector. Después, si vos te ponés a pensar, la estepa rusa es lo más parecido a mi barrio de Carapachay. Yo nunca salí de Carapachay. Lo que pasa es que después hay maestras que si abren un libro donde aparece un bufón, dicen: "Ah, mis chicos no saben lo que es un bufón", y cierran el libro y lo dejan. Hay otras que les cuentan lo que es un bufón, le abren la puerta del libro y entonces entran con más facilidad. La mediación en estos casos es importante, muy importante. Avanzar es crecer como lector, y escribir es modificar lectores. Si vos les das sólo lo que saben, lo que conocen, no avanzan como lectores en términos de vocabulario, de experiencias, de géneros.
Los tuyos son libros con gran despliegue léxico, se podría decir que son exigentes, ¿estás de acuerdo?
Sí, exigentes. Lo que yo creo es que están faltando horas de lectura en nuestras escuelas, horas de Lengua y Literatura. Y las nuevas camadas de maestros no llegan con el capital cultural ahora. El léxico escueto es ya un problema en la formación de los docentes.
Pienso en obras como el Libro de los prodigios, ¿qué te dijeron cuando llevaste uno como ese a la editorial?
A Tony Santa Ana le encantó. En ese momento había una serie que se llamaba "para jóvenes lectores", algo así. Ya entrabas en una zona de literatura juvenil, o sea: adulta. La época en que en la escuela les hacen leer Crónica de una muerte anunciada, esas cosas. Pero cuando se lo llevé hacía cinco minutos que habían clausurado esa serie. Así que está puesto en la franja más alta de la infantil. Pero cuando yo lo escribí no pensaba en qué edad podrían tener sus lectores. Me documenté mucho −el primer cuento, la piedra fugitiva, por ejemplo, era una nota al pie en el Lapidario de Plinio−: tenía que encontrar el prodigio y le construía un engarce muy simple para poder mostrarlo, porque no quería hacer cuentos con eso sino mostrar algo que me había llamado mucho la atención. Pasé mucho tiempo buscando información en libros o en la Revista Muy Interesante. Casi no leía ficción en esa época, lo que yo necesitaba era información y la información me nutría de ideas. La ficción eran ideas de otros y yo necesitaba hechos, hechos raros. Me gusta que los libros se me escapen de las manos, como ese, me gusta no saber qué edad va a tener mi receptor, con todos los problemas que eso implica a la hora de vender libros. Tardé siete años en terminar de escribir ese libro. Mientras tanto escribía La nave de los brujos, una recopilación de leyendas.
Ese libro es interesante porque trae otros, las leyendas están recopiladas de otros libros, ¿cómo lo trabajaste?
Son libros de todas partes, a mí me encantó hacer ese trabajo. Es un libro muy pequeño pero conseguí reunir 34 leyendas para poder quedarme con 9 que fueran representativas de distintos países, desde Canadá hasta Argentina. No quería dejar afuera América del Norte −está esa tendencia de que las leyendas tienen que ser Latinoamericanas, y no, las leyendas del mar están en todo el continente. Y leyendas representativas: la luz en el mar de noche, el tesoro enterrado, el barco fantasma, el naufragio, el monstruo marino.
También narraba Graciela Montes que hubo gran trabajo de documentación cuando escribieron juntas El turno del escriba. ¿Te da disfrute esa parte, la documentación?
Nos documentamos muchísimo, había que amueblar a dos tipos presos en una cárcel de Génova en el 1298. La información fue muchísima. Conectamos con gente de Italia, con institutos de cultura italiana de acá. Ese fue un trabajo enorme.
¿Dirías que la curiosidad es el motor que más te empuja a escribir?
Yo creo que el lector es un curioso, lo que define a un lector es la curiosidad. Y el escritor es antes un lector. Yo nunca hubiese hecho la prueba de escribir un texto de ficción si no hubiese leído ficción antes. Es la misma curiosidad la que te lleva a leer y la que te lleva a explorar para poder escribir una historia.
En tus libros está lleno de mares, de barcos, ¿sabés por qué?
Me gustan mucho los mares, los barcos. Mis padres se conocieron en el Náutico Buchardo navegando en los barcos del club. Después yo hice curso de náutica, y a los diecinueve estuve dos o tres años navegando en veleros del club. Mi hermano, mayor que yo, tiene hace años barco, y mis dos sobrinos navegan. Deportivamente, no es el Yatching: somos ratas de río. Y yo tuve, o tengo, un velerito chiquito. Lo usé bastante en San Fernando y acá en Vicente López para andar por el Río de La Plata. Salía sola, era un barco demasiado chico y dos eran multitud ahí.
¿Y del lado de la literatura también te gustan los mares y los barcos? Conrad es un autor importante para vos, si no me equivoco.
Sí, me gusta muchísimo. Hace novela psicológica −son fascinantes los vínculos de los marinos entre sí y los vínculos de los marinos con sus marcos, no lo pinto nadie como lo pinto él. Entonces combina la náutica con una novela humana, de relaciones humanas. Y es un escritor que me gusta muchísimo. Aquello ahí, al lado de la biblioteca, es una ilustración de Conrad que me regaló "el Bebe" Ciupiak. Lo copió de una foto de Conrad. Conrad aprendió el inglés a los 18 años y se transformó en un escritor, es milagroso; era polaco, y cuando empezó a navegar en barcos ingleses aprendió el inglés. Ahí escribió, y es un prosista muy bueno, ¿no?
El humor es otro elemento muy presente en tu obra, ¿cómo lo pensás?
A mí me sale como cosa normal, no lo pensé nunca. Cuando escribía notas en revistas también, si el tema lo permitía aparecía el humor, que no es lo mismo que lo cómico. Es más serio, mucho más serio. No es tu propósito provocar una carcajada, no; es una cosa contenida.
Fuiste por unos años contemporánea de alguien que también trababa el humor muy a su modo, María Elena Walsh, ¿cómo fue eso?
María Elena Walsh dejó una marca muy importante, nos dio permisos. Sin haberla frecuentado, cuando yo empecé a escribir estaba ahí. Lo mío no es la poesía, lo de ella sí, que además era más del limerick, del juego de palabras, de significantes, muy presente en su poesía. No es lo mío, pero yo creo que sí, que dio una libertad en la que todos nos metimos después. Abrió sin preocuparse por marcar, hacer escuelas, ni nada. Dio una libertad. Será porque comenzó a publicar a fines de los 50, en los 60, que eran épocas muy libres, incluso acá, la época del Di Tella. Fueron años muy transgresores en la expresión. Ella abrió con un machete un territorio que nos vino muy bien. Otra cosa que me impactó mucho en esa época fue cuando leí Historias de cronopios y de famas, lo patafísico, ese absurdo de Cortázar. Fue un libro que me señaló alguna dirección, también. Se leía a Boris Vian, también.
Hay mucho disparate en tus historias, se subraya mucho el disparate, lo surrealista, ¿no?
Sí, o absurdo. Absurdo, yo diría. A veces yo no estoy muy segura con lo que significa "disparate" en la literatura.
Bueno, es una palabra que se usaba mucho con María Elena Walsh, ¿quizás viene de ahí?
Sí, con Doña Disparate y Bambuco... Sí, bueno, es sólo cómo te pongas de acuerdo en el valor o la extensión que tiene la palabra. Si tomás como modelo Alicia en el País de Las Maravillas podés decir, incluso creo que Alicia en un momento usa la palabra "disparate".
¿Quizás entre absurdo y disparate existe para vos la misma distancia que entre humor y comicidad?
Hay una diferencia, que veo por la negativa. Cuando los chicos empiezan a contar una historia y se van para el lado de los tomates −a veces me leen los textos que escriben−, y vos ves que como no tienen la práctica del relato, de leer relatos, es como si entraran al lugar y en vez de seguir racionalmente el cable hasta el final, empiezan a aparecer conejos que vuelan, Deus Ex Machina, personajes a los que no les ocurrió eso sino que lo estaban soñando... Se van del eje, y eso me parece lo más cercano al disparate. El absurdo parte de una situación que puede ser una situación realista exagerada. Por ejemplo: a bordo del barco del pirata Barbanegra viajaba su mamá. Eso no es un disparate, es una situación que podría haber acontecido. Seguís solucionando las secuencias de manera absurda y llegás a un final absurdo, pero porque es la lógica, el camino racional. Es muy serio, es controlado. Yo al disparate lo veo como a un descontrol.
Me imagino que no encontrás al humor sólo en los chistes. Sos, por ejemplo, una escritora que atiende mucho a la naturaleza, y has encontrado humor en los animales, ¿no?
Los animales son muy graciosos, sí. Lo que recuerdo es que mi viejo era músico y trabajaba de noche, pero sobre todo mi mamá al mediodía escuchaba radio, programas de Niní Marshall, o cuando yo era mucho más chica a Mareco o al Zorro, a Pepe Iglesias. Niní Marshall me pareció siempre una maravilla absoluta. Eso es lo que recuerdo, haberme reído mucho con esas cosas. Después, en mi casa se leía el Diario La Prensa, y venían en el suplemento unos textos de Germán Arciniegas, el escritor colombiano, unas aguafuertes, escenas de la vida cotidiana, muy graciosas. Un gran escritor. Se leía y se festejaba mucho. Después, ver programas de televisión que me divertían muchísimo ya en la adolescencia, como la troupe uruguaya de Telecataplúm, extraordinario. Y cuando entré en la facultad, me gustó leer a Francisco de Quevedo: me reía mucho. Después me enteré que Graciela Montes había cursado ese mismo cuatrimestre y de ahí salió Casiperro del hambre, del placer de la picaresca. Fue muy importante: ahí hay uno que dio permiso antes que nadie, era el más grande escritor de la lengua castellana y se reía, se reía mucho, era un irreverente. Cervantes también. Y ahí yo dije: bueno, entonces se puede. Se puede, no está mal. Siempre aprecié el humor, el humor en la conversación, la salida espontánea; me parece que es algo generoso para con los demás. Es algo que se brinda, gratuito y generoso.
Tu papá era músico, ¿cómo fue tu vínculo con la música?
Mi papá tocaba el piano. Era un trabajador de la música, digamos. Había estudiado con Scaramuzza [N. de la R.: el mismo maestro de Martha Argerich y Bruno Gelber], se recibió de Profesor de Piano pero tuvo que dejar para empezar a trabajar muy joven. Y tengo varios tíos músicos; uno pianista del Maipo, otro violinista de Mariano Mores.
¿Nunca tocaste ningún instrumento?
No, pero ahora me encantaría, cambiaría todo por hacer sonar algo. Empecé guitarra en una época pero al año y medio dejé. Mi viejo podría haberme enseñado, de hecho mi mamá nos juntaba para que me enseñara y él se borraba y yo me borraba, nunca pudo lograr que ensambláramos. Él nunca tuvo vocación docente. Pero sí crecí con mucha música, todo el tiempo. Se escuchaba Radio Nacional y Radio Municipal, que transmitían del Colón. Pero me encanta el chamamé, toda la música del Litoral, de Paraguay hasta Entre Ríos, la música mexicana, el folclor ruso... No es que esté cerrada a la música académica. Me gusta la música toda, me fascina lo inexplicable de la música.
¿Hay un trabajo sonoro en la corrección de tus textos?
Cuando corregís, corregís en función de algo musical. Hay frases donde aparece un ruido. No es que esté mal hecho, mal puesta la palabra, pero vos reconocés que hay otra instancia mejor. No necesito leer en voz alta, pero hago un como si: eso te da un ritmo, una cadencia, un sonido. Ahí te das cuenta cuando algo hace agua. El lenguaje es musical, música. Borges se hacía leer, no podía leer pero escuchaba y seguramente corregía a partir del vínculo musical que tenía con las palabras. Y las palabras no las podés cambiar, son esas: es maravilloso eso en Borges. No podés imaginar otra palabra sino esa. Es de una exactitud que a mí me emociona, es un escritor que a mí me emociona.
Hay algo borgiano en las operaciones que hacés en tu escritura. En una nota del Aleph se lee: "La momentánea y repetida visión de un hondo conventillo que hay a la vuelta de la calle Paraná, en Buenos Aires, me deparó la historia que se titula El hombre en el umbral; la situé en la India para que su inverosimilitud fuera tolerable". ¿No reconocés ese movimiento? Hay situaciones que escribís lejos en el tiempo y el espacio, pero sospecho viste pasar en tu vida cotidiana.
Bueno, lo de Borges... Hay desplazamientos, sí. Desplazar personajes, eso sí; el tipo que sube al colectivo a vender cosas, por ejemplo, ¿qué pasa si lo trasladás a un bote en medio del océano, con Colón navegando rumbo a América, con la tripulación casi amotinada del embole y el miedo, y si lo recogen a este tipo y sube al barco a vender pinchos para choclos, pelapapas, cosas que no saben para qué sirven, porque todavía no habían descubierto los choclos ni las papas? Y les dice "ya se enterarán para qué sirve". Ese es un operativo bastante común.
Hablamos de tus libros exploradores, los que se van lejos, pero después tenés otros como los que protagoniza Timón, integrante de una comunidad de mocos que vive bajo el teclado de un piano. ¿Por qué tu interés en la miniatura?
Sí, y esos grupos humanos que son como familias medio almodovarianas, ¿no? Pollos de campo es un caso. Son una familia: no son una familia biológica, pero cada uno ocupa un rol en el grupo.
Fámili también.
Claro, Fámili. Y los mocos son una colonia que viven en ese lugar; yo quería hacer seres pequeños que vivieran en un lugar pequeño, pero con la posibilidad de desplazarse. Es un viajero Timón. De la saga de los mocos son dos libros, no sé si haré un tercero porque me dan mucho trabajo. Es un elenco muy numeroso de personajes, cada uno con su carácter, son libros difíciles porque son muy compactos, la acción es vertiginosa y no tiene mucho aire.
A partir de ese libro, parece haber un disfrute en el trabajo con los personajes, ¿cómo los trabajás?
Van en función de la idea. Nunca se me presentaron los personajes en crudo a partir de los cuales yo busqué una idea para ponerlos en movimiento, sino más bien al contrario. Aparece la idea y busco el personaje.
¿Qué hacés cuando se te ocurre algo?
Lo anoto, tengo una carpeta abierta con el infantil nombre de "Ideas". Anoto las cosas que se me ocurren y las dejo ahí, después a veces no pasa nada. Tengo cuadernos también con cosas que quedaron ahí, que no pude avanzar en la idea. Yo soy más del cuento corto que de la novela. Cuando escribí Pollos de campo escribí la mitad y como ya sabía cómo iba a terminar, ahí quedó flotando durante bastante tiempo y yo haciendo otras cosas. Si ya sabés a dónde vas a llegar no te da curiosidad. Entonces después seguí con disciplina, profesionalismo y qué se yo y llegué al final, pero es evidente que prefiero el cuento corto. Lo que te pasa con la idea es que a veces no podés avanzar. Es como un laberinto: está el ratón y está el queso, y hay que llegar, pero a veces el camino está interrumpido. Lo más difícil es volver para atrás, poner reversa en la idea y volver a las imágenes originales, que son anteriores a la idea. Yo nunca tiro cosas, me parece que no es justo. Siempre tengo la fantasía de que por ahí en algún otro momento puedo retomar.
Más allá de las bandas etarias que ponen las editoriales, ¿en qué lugar te encontrás?
A mí me gusta el territorio del cuento popular, de la leyenda, la fábula, la narrativa oral, la narrativa recopilada. Esa zona de la cultura popular donde está el carozo, la semilla o no sé cómo llamarlo, el magma que después se derrama y toma toda la literatura, incluso la literatura de vanguardia. Los mitos, las epopeyas. Qué se yo. Joyce agarra el Ulises. También la literatura experimental salió de esos lugares. A mí me gusta contar esas historias sencillas y económicas. Soy económica escribiendo. Trato de usar el menor espacio posible para contar algo. No me gusta extenderme, creo que tenés que trabajar con un principio de economía. Si vos construís un puente, necesitás catorce tornillos, y si usás dieciocho algo está mal. No abusar de la paciencia del lector, ¿no? No darle más tela a una idea de lo que la idea merece, porque algunas ideas son mejores que otras, sin duda. Se me ha dado por emparentar esto que hago, o que me gustaría hacer, con la literatura popular. Es un territorio que está dentro de lo popular, de lo accesible. De lo que pueden leer todos. Lo que pueden escuchar todos. No sé, es una fantasía. Trato de verlo como género. Cuando a mí me enseñaron los géneros en la facultad, no me dijeron nunca que la edad de un lector podía determinar un género. Yo prefiero hablar de literatura para chicos más que infantil: es para chicos porque la pueden entender y disfrutar, infantil es algo que hace un niño. Pero si lo escribió un adulto, no sé por qué adjudicarle el carácter de infantil. Es sencillo, es simple, es accesible, es para lectores que no tienen un grado de entrenamiento muy grande todavía. Pero también a los cuarenta años podés ser un lector inicial. No a cualquiera le podés poner el Ulises adelante. A los chicos todavía les falta conocimiento del mundo, eso que yo estaba buscando en los libros. Hay experiencias emocionales que todavía no atravesaron, tienen cosas por vivir y por aprender. Tienen un vocabulario que todavía no es vastísimo, entonces tienen acceso a textos sencillos. A los que se escuchaban alrededor del fuego, contados. Esas cosas eran para todos.
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