lunes, 28 de septiembre de 2020

Festival del autocuidado

Taller: 

1. ¿Cuáles son las situaciones de riesgo más comunes en casa?

2. ¡Qué acciones preventivas podemos tomar para mitigar las situaciones de riesgo mencionadas?

3. Qué es el autocuidado?

4. ¿Qué beneficios trae adoptar hábitos de autocuidado?

5. ¿Cómo te pareció el video? ¿Por qué? 

martes, 15 de septiembre de 2020

Actividades de recuperación segundo período, grado 8. Plazo: hasta el 30 de septiembre.

 -Exposición sobre el libro “Silencio niños! Y otros cuentos”, de Christine Nöstlinger.

-Lectura de los dos primeros capítulos de 100 años de soledad y de algunos cuentos del libro 12 cuentos peregrinos, de García Márquez.

-Análisis y ejercicio de escritura del cuento A la diestra de dios padre, de Jesús del Corral.

-Sintetizar los aspectos más importantes de lo que es o representa Macondo, según el documental “Las voces de Macondo:Personajes reales de la ficción de Gabo). (http://eloctavolaberinto.blogspot.com/2019/08/las-voces-de-macondo-personajes-reales.html

-Realiza al menos tres (3) comentarios sobre libro Soloman Dos a partir del artículo “El autor de uno de los libros más buscados en la última Feria del Libro, Antonio Santa Ana: “Quiero salir del lugar del realismo””.  (Ver en http://eloctavolaberinto.blogspot.com/2020/09/el-autor-de-uno-de-los-libros-mas.html

-Taller de comprensión lectora (Cuestionario de Google)

-Informe de lectura de los libros “Silencio niños! Y otros cuentos” y “Superfósforos”.

-Realizar un lapbook sobre el libro Superfósforos.

-Realizar un plegable de seis caras sobre el héroe que cada uno está creando (Proyecto el héroe eres tú)

-Realiza la biografía del héroe, el antihéroe y el antagonista de la historia que vas a inventar (Mínimo una página para cada una, más los dibujos de cada personaje, coloreado)

-Graba un video leyendo un cuento infantil que tú escojas. Mira el ejemplo que hay en el blog del curso, con el cuento “Yo amo leer. Ana está furiosa” (http://eloctavolaberinto.blogspot.com/2020/09/yo-amo-leer-ana-esta-furiosa.html).

 

miércoles, 2 de septiembre de 2020

El autor de uno de los libros más buscados en la última Feria del Libro Antonio Santa Ana: "Quiero salir del lugar del realismo"

  BLOG, ENTREVISTAS 

Mientras la novela juvenil con la que debutó en 1998, Los ojos del perro siberiano, lleva vendidas más de 800.000 copias y sigue, el también músico y editor (responsable de que podamos leer a Liliana Bodoc, por caso) acaba de publicar por primera vez un libro para chicos más chicos: Las canciones de Constanza.

Antonio Santa Ana: "Quiero salir del lugar del realismo"

Por Valeria Tentoni. Foto gentileza editorial Norma.

 

Escritor, editor, productor musical y parte de la banda de música infantil Únicanuez, Antonio Santa Ana es autor de uno de los libros más buscados en la última Feria del Libro (y también una de las novelas juveniles más populares en Latinoamérica): Los ojos del perro siberiano, que ya lleva más de 800.000 copias vendidas desde su salida en 1998. Aquella novela, que fue su debut, lo llevó de gira por muchos países.

Mientras se leía la segunda, Nunca seré un superhéroe, al Antonio Santa Ana que por entonces trabajaba como editor se le cruzó un manuscrito imponente. La historia es conocida pero vale la pena repetirla: una llamada en espera lo tenía aburrido y manoteó el primer anillado que le habían dejado en la pila de su escritorio. “Y ocurrió hace tantas Edades que no queda de ella ni el eco del recuerdo del eco del recuerdo…”, leyó, y recita ahora de memoria de Los días del venado de Liliana Bodoc frente a su café. Cuenta que a Bodoc le habían rechazado el libro en todos los sellos, que la editorial en la que él trabajaba no publicaba ese género, que no tenía ni idea de cómo hacerlo. Que tomó la decisión de publicarlo y al segundo siguiente se arrepintió.

Igual que con Los ojos del perro siberiano, la explosión no fue automática. Pero iba a llegar. ¿Qué hace que la novela de Santa Ana, que cuenta una historia dolorosísima, se mantenga vigente en reimpresiones todos estos años? ¿Qué convierte a un libro en bestseller? Mientras escribe una continuación para aquella historia que lo catapultó a librerías, el autor de Ella cantaba (en tono menor) acaba de lanzar por primera vez un tomo para chicos más chicos: Las canciones de Constanza (Norma).

 

 

¿Cómo trabajaste este nuevo libro, que también aborda como Ella cantaba (en tono menor) la música?

Yo tenía el texto, que era más breve, y se lo había pasado a Laura Leibiker, que es mi editora. En un momento dijimos: hagamos las canciones. Entonces estuve tres meses con eso, terminé un día yendo a la editorial con la guitarra y las armamos. Pero después, cuando lo vimos armado, era un quilombo con las canciones. Y terminaron afuera.

¿Y eso va a sonar en algún lado? ¿Con Únicanuez?

Podría ser, lo que pasa es que estoy medio parado con Únicanuez. Somos un montón y es un lío coordinar los ensayos; hace un año y medio que no tocamos. Tenemos temas ya grabados en demos como para hacer el segundo disco, tal vez este año lo grabemos.

¿Y cuándo apareció Las canciones de Constanza? ¿Hace cuánto tenés la idea?

Escribí la primera versión hace diez años, y después estuvimos tres o cuatro meses trabajándolo. Tiene algunos cambios, obviamente. Después quedó en manos de la editorial la ilustradora, me presentaron sus dibujos y me encantaron.

Tus novelas abordaban temáticas a veces muy duras, temas de algún modo tristes, melancólicos.

Yo escribo triste siempre. Aunque tengo una novela, Nunca seré un superhéroe, que justo la semana estuvimos repasando por una nueva edición, que sí es divertida. A mí me gusta el humor pero no se me ocurren historias de humor para contar.

Los ojos del perro siberiano es durísima y vendió más de 800.000 ejemplares. ¿A los lectores adolescente se les acercaban materiales así cuando salió?

Bueno, ahora se puso de moda. Yo me quedé muy sorprendido el año pasado, hablando con editores sobre los libros que iban a sacar: uno sobre bullying, otro sobre una violación, otro sobre homosexualidad. Pero che, ¡contame una historia de amor! Y no me gusta esa idea de que todo se defina como "bueno, estoy hablando de una violación, ¡qué valiente!"; no me parece un lugar interesante, por lo menos para mí, desde lo literario. Así que ahora me quiero correr del realismo. Estoy terminando una novela que es realista, pero después de esta me quiero correr del realismo por mucho tiempo. Por eso Las canciones de Constanza es ir a un lugar donde yo nunca había estado, que es el de escribir para chicos chiquitos. Tengo novelas para adolescentes, un libro que es una parodia también, que es cómico y para chicos de nueve o diez años, y este. Quiero salir del lugar del realismo porque no me gusta lo que se está haciendo.

¿Por qué creés que los más chicos aceptan más la fantasía, algo como la gata de este libro nuevo y sus aventuras?

Bueno, hay cuestiones madurativas también en la infancia. ¿Qué es lo que le da un libro a un niño? El capital simbólico. Entonces, mientras vos puedas hacer un pacto dentro del que haya un juego y le estés dando algún tipo de capital simbólico, me parece que está bien. Después vas pidiendo otras cosas, y hay un problema ahí, en ese momento. Creo que es Yolanda Reyes la que dice que a los chicos pasan de contarles Hansel y Gretel -una madre muerta, un padre que te abandona- y de repente cuando empiezan a leer solos se encuentran con "ema amasa la masa". Entonces en la literatura, donde pasaba de todo, termina no pasando nada. Y por eso también es importante seguir leyéndoles. Yo tengo una hija de diez años y le seguimos leyendo todas las noches, aunque ella ya lea sola. La lectura en voz alta es fundamental, y es fundamental mantenerla una vez que el chico ya sabe leer.

La música también puede servir para contar historias a los chicos.

Sí, lo que pasa es que a veces puede servir para enseñar a lavarse los dientes, y eso es un embole.

Toda la producción para chicos tiene ese riesgo utilitarista, ¿no?

Sí, lo deliberado. Con los libros también lo que pasa es que circulan por las escuelas, entonces a veces la escuela como mediadora genera conflicto. Aunque es cierto que las escuelas están más abiertas y no hay un sólo mandato. Yo trabajé muchos años como promotor escolar, yendo a las escuelas a vender libros, y en una escuela te rechazaban un libro porque decía "caca", por ejemplo, y en la de a la vuelta lo aceptaban. No es tan uniforme, no están todas las escuelas leyendo los mismos textos. Si no, no habría tanta producción. Los docentes tienen libertad para elegir dentro de sus aulas.

¿Qué cosas veías en esas recorridas?

Aprendí mucho. Yo creo que pude editar durante años más o menos bien porque había estado escuchando muchas opiniones durante muchos años. Y durante un par de años editaba y salía a los colegios a vender los libros también. Sabía que había apertura.

¿Cuál fue el primer libro que editaste?

Creo que fue El alma al diablo de Marcelo Birmajer, que es un libro que no tenía nada que ver con lo que estaba pasando en su momento. Conocer a los docentes te daba la libertad de decir: este libro puede ir para allá. Esto fue en los noventa...

¿Y creés que hace veinte años, veinticinco, se aceptaba lo mismo que ahora?

No, ahora circula mucha más literatura contemporánea que antes. En esos años circulaba mucha menos. Ahora eso está mucho más establecido el uso de literatura infantil y juvenil en el aula. Cambió bastante y seguirá cambiando, sobre todo la juvenil. En la infantil también cambió porque ahora entró el realismo, pero la tradición de la literatura infantil argentina es la tradición maravillosa, fantástica. Quiroga, María Elena Walsh, Elsa Bornemann, Graciela Montes... Han abrevado ahí, en lo maravilloso y en lo fantástico. Y empezaron a aparecer autores realistas, también.

Cuando empezaste a escribir Los ojos del perro siberiano, ¿tenías referentes en esa línea realista? Libros en los que se hubiesen tratado temas como el HIV para ese público lector.

Referentes locales pocos; la novela de Birjmajer que mencioné, que es realista, y Las visitas de Silvia Schujer. Mis guías estuvieron en la literatura europea, a mí me gustaba mucho Christine Nöstlinger, María Gripe, el noruego Tormod Haugen, que me gusta mucho mucho y sus libros no circulan. Hauguen es un realista duro, a mí me conmocionaba mucho leerlo. Nöstlinger era realista pero tenía mucho humor. Yo no pude resolver lo del humor en ese libro.

De todos modos no sé si esa historia lo admitía, ¿no?

No, y yo empecé en el 92, además. Tardé cinco años en escribirla. Era mi primer libro y tenía mucha inseguridad sobre qué cosas podían entrar y qué cosas no en un libro, cómo discutir ciertas cosas. Yo nunca lo volví a leer, pero la idea era que fuera un libro sutil y me parece que lo logra. Fue muy gracioso porque, apenas salió, una de las primeras personas a las que se lo di para que lo lea era la presidenta de la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina. Y me dijo: el libro me gustó, pero no es para chicos. Usás la suite de Bach como un personaje, estás citando a Rimbaud; eso no tiene que ver con los pibes.

¿Y cuando lo publicaron y explotó?

Tardó muchos años en explotar, eh. Le fue muy bien, de entrada, en el resto de América Latina. Acá tardó. El primer año vendía diez veces más en Colombia que acá.

¿Y por qué?

Posicionamiento de la editorial, los mercados... Era distinto a lo que circulaba en esa época acá, también. Yo diría que explotó acá recién hace unos cinco años, no más. Le llevó su tiempo. Me sorprendió mucho porque por entonces yo casi no había salido del país y me empezaron a hacer giras internacionales. Yo me iba de vacaciones a Uruguay en carpa y de repente estaba en el Hilton de Caracas con la Bersuit Vergarabat que estaban de gira.

Y es raro, un bestseller para chicos.

Sí, era raro, y además porque acá casi no había espacio en los medios para los libros de literatura infantil y juvenil. Y eso era genial. Es una cosa que yo agradezco, podés hacer ese libro y estás así, nadie se entera. A mí me da mucha vergüenza. Si puedo evitarlo, de hecho, no hago presentaciones, no firmo en la Feria del Libro.

¿Te interesa encontrarte con los lectores?

Yo a veces voy, si la editorial me pide, a colegios. Y ahí te encontrás con los lectores. En general yo acá no lo he hecho mucho, porque como trabajaba en la editorial que me editaba a los promotores les quedaba más a mano llevarme a mí que a los otros y me parecía antiético. Entonces durante muchos años no fui. Sí en las giras, que en cierto momento fueron muchas. Y al final te encontrás con que las preguntas son las mismas. El año pasado fui a un colegio en Belgrano y me sorprendieron las lecturas feministas de los libros, que esas sí que yo no las había visto: eso sí fue muy sorprendente. Pero en general las preguntas son las mismas. Siempre. En cualquier lugar de América. Yo ya sé las respuestas de memoria, sé en qué momento tengo que fingir que estoy pensando, sé en qué momento me sirvo agua. Es una cosa actoral también, y a mí me fastidia un poco eso, porque al final los libros terminan circulando si sos un gran animador de fiestas y no un buen escritor.

Algo que no tiene nada que ver con escribir libros.

Nada. Tenés que estar poniéndole el cuerpo todo el tiempo a los libros. Si hay que hacerlo lo volveré a hacer, pero prefiero evitarlo. Además pasa que los lectores, sobre todo los lectores jóvenes, son muy fervorosos. Yo aprendí a no creerles mucho la primera vez que fui a un colegio: fue en el Normal N°11 de Belgrano, y los chicos se habían quedado después de hora. Yo me creía el rey del mundo, ¡imaginate! Se estaban quedando para hablar conmigo... Y un pibe me dice: "Su libro sí que es bueno, no como el que leímos antes". Y cuando le pregunté qué habían leído, me dijo que uno de Italo Calvino. Entonces ¡no te creo nada! Me pasaron cosas muy hermosas, también, como con Los ojos del perro siberiano que una persona me dijo que lo había leído y ahora era cellista porque había descubierto ahí al cello.

Bueno en Ella cantaba también hay muchas pistas, para escuchar música por ejemplo: está lleno de referencias que los chicos pueden seguir.

Ella cantaba me parece que tiene demasiadas, de todos modos yo pongo referencias que les son propias a los personajes, no a los lectores; no estoy buscando las referencias de los jóvenes, y eso se nota mucho en cierta literatura juvenil de hoy. Mis personajes de Ella cantaba, por ejemplo, no son así; hay un chico que quiere tocar la trompeta y escucha jazz, hubiese sido mucho más fácil meter como referencia al reggaetón o al rap, que el rap además es un fenómeno que me interesa.

¿Qué es lo que creés que impactó tanto de Los ojos…?

No tanto el tema del VIH, lo que más les importa es la relación entre los personajes, la cuestión familiar. Lo fuerte del libro, creo, y después de tantos años de recepciones, no es eso; a nadie le preocupa eso, entienden que es una enfermedad, que hay alguien que se está muriendo. Pero el impacto del libro está en que es uno de los primeros libros en América Latina en el que los padres son una mierda. Problematicé la familia. Y eso es lo que les impacta a los pibes. El realismo en Argentina en ese momento, salvo excepciones, era muy del lado de los padres, del lado de la escuela; siempre había un adulto listo para ayudarte a resolver el problema, siempre una institución en que apoyarse. Lo que te dice esta historia es: bueno, a veces no hay instituciones en que apoyarse, a veces no hay nada. Es una intemperie, claramente.

¿Y también es un libro de viaje, de afuera hacia dentro de la ciudad?

Claro. En todas mis novelas hay desplazamientos. En Ella cantaba se la pasan caminando, y en la que estoy escribiendo ahora también hay viajes. Son novelas urbanas.

¿Cómo son tus procesos de escritura? ¿Corregís mucho?

Sí, soy insoportable. Ahora estoy trabajando con mucha más libertad que antes. Yo siempre escribo el primero y el último capítulo y después todo lo que está en el medio, y el primero y el último son prácticamente intercambiables. Antes quizás estaba tres meses trabado con un capítulo pero sabiendo lo que venía después, pero como no lo podía resolver no avanzaba. Ahora no, ahora cuando se me ocurre lo voy escribiendo y después lo cambio de lugar, tacho, lo acomodo. Soy bastante obsesivo con las historias de los personajes. El archivo de Ella cantaba es cinco veces más grande que la novela; en la novela esta que estoy haciendo ahora, que se llama Bajo el cielo del sur -además todas mis novelas tienen cinco palabras- se me ocurrió que un personaje podía hablar de la Teoría del caos, entonces me puse a estudiarla, leí libros, tomé apuntes, y cuando terminé de hacer todo eso dije: mejor no. Entonces me disperso mucho en eso, pero es lo divertido. Hay personajes secundarios de los que yo sé de qué trabajan sus padres, por ejemplo. Si en una fiesta el personaje se sienta a tomar un mate solo, por muy secundario que sea, yo sé por qué está sentado ahí solo. Aunque nunca lo diga.

¿Escribir te lleva a leer?

Mi mujer dice que escribo como una excusa para comprarme libros.

Volvamos al principio: ¿cómo empezaste a leer? ¿Cómo llegaste a los libros?

Yo llegué por error. En mi casa había muy pocos libros, que eran de mis hermanas. Yo era el hijo menor. Tenía seis, siete libros: La cabaña del Tío Tom, Mujercitas, Robin Hood, que creo fue el primer libro que leí. Y eran los sesenta, yo creí sin televisor; o ibas a la plaza o leías.

¿Fuiste al Colegio Nacional, como uno de tus personajes en Los ojos del perro siberiano?

No, yo soy técnico mecánico, especialista en máquinas y herramientas. De hecho, hay varias decisiones del libro así. La novela surge porque yo estaba trabajando en una librería un sábado a la tarde y entra una persona, me pongo a charlar y me dice que es del Bolsón. Era el año 92. Le pregunté qué estaba haciendo en Buenos Aires y me dice que haciendo un tratamiento en el Hospital Fernández porque tiene sida. Y yo le pregunté: ¿cómo te contagiaste? En el mismo momento en que se lo pregunté, le dije: no me contestes, perdón. Me quedé muy mal, porque yo me consideraba un tipo amplio, progresista, y la primera vez que me enfrentaba a una persona con sida le hacía esa pregunta absolutamente morbosa, patética. Fue muy fuerte para mí, me conmocionó mucho. Me quedé durmiendo mal durante semanas. Y entonces me dije: es una gran línea de diálogo en una novela. A partir de ahí construí los personajes. Y como no me sentía capaz de escribir bien las situaciones, los puse en universos que yo no conocía: San Isidro, que yo no había ido nunca, y del Nacional sabía que ea una escuela con tradición, que se hacía un curso de ingreso, no mucho más. Entonces fui poniendo todo en universos muy lejanos, me parecía que yo era incapaz de escribir bien la esquina de mi casa.

Y entonces, ¿cómo te convertiste en lector?

Tenía una preceptora en segundo año que me sacaba las faltas si yo le contaba libros, y entonces era un gran estímulo para mí leer. Pero tardaba un montón, porque en ese momento le contaba Los hermanos Karamazov, Madame Bovary, que me fascinó. Y empecé a leer mucha poesía. Escribí muchos años mucha poesía, muy mala.

¿Por qué?

Porque lo copiaba a Gelman. No publiqué nada de poesía y hace muchos años que no escribo poesía. Sigo leyendo, pero leo siempre a los mismos: a Boccanera, a Vallejo, a Gonzalez Tuñón y a Gelman. Todos en la misma línea.  

En tus libros, volviendo al tema de las pistas y referencias, queda muy en claro que para que la imaginación funcione hay que alimentarla.

Yo publico muy poco, cinco libros en veinte años en infantil es muy poco, que en general están todos publicando cinco por año. Cuando salió el primer libro nadie me conocía, pero cuando salió Ella cantaba yo ya tenía un montón de amigos escritores y fue genial porque empecé a repartir el libro y muy rápidamente me llegaron devoluciones afectuosas. Lo genial fue que las primeras cinco fueron totalmente distintas, todos habían leído un libro distinto, y eso me encantó. Hubo una lectura de Martín Blasco, muy amigo mío, que dijo que Ella cantaba es la historia de cómo se hace una canción. Y me gusta esa idea.

Tomado de: 

Enlace del libro Superfósforos, de Antonio Santa Ana.

DESCARGAR

https://drive.google.com/file/d/1kAJFRyWXHZ0CavZvPt1BOW3oF4o7-b03/view?usp=sharing 

Ema Wolf : “Una de las cosas que más me gusta es investigar para hacer los libros.”

  

¡Volvieron las charlas más animadas y entretenidas de todas, pero sobre todo las más queridas!. Las entrevistas de los encuentros con escritores de literatura infantil y juvenil volvieron con todo porque retornan nada más y nada menos que con la charla con Ema Wolf, que se dio en La Nube, el  5 de octubre de 2015. En la primera parte que hoy se publica, la autora habló de cómo entró en el universo de la LIJ, de su paso por revistas, empresas y editoriales; de su relación con el mundo editorial y sus demandas, de la conexión privilegiada con la escuela pública y con el exigente público lector que son los niños. La importancia de la investigación y la clave del humor como signos que marcan su escritura también fueron temas abordados, al igual que la suma de las influencias recibidas que hicieron a su formación ya desde pequeña. La segunda parte aparecerá en Libro de arena el viernes próximo.

Mario Méndez: Buenas tardes, Ema, gracias por venir. Es un placer tenerte acá. Te conté que estuvimos hablando de tu obra el lunes pasado. Vamos a empezar, como siempre, por la biografía, brevemente. Ema Wolf nació en Carapachay, un barrio de Vicente López, y sigue viviendo en ese partido. Es Licenciada en Lengua y Literaturas Modernas por la Universidad de Buenos Aires. Dice la Wikipedia, y esto nos daría pie para empezar a charlar, “sus obras se caracterizan por el humor y un estilo paródico”. Ha escrito mayoritariamente libros de literatura infantil y juvenil, aunque también publicó libros para adultos, uno de los cuales, El turno del escriba, que escribió en colaboración con Graciela Montes, obtuvo el Premio Alfaguara, uno de los más importantes de la literatura hispanoamericana.  
Comenzó trabajando en medios periodísticos y revistas infantiles. 

Ema Wolf: Sí, mis primeros cuentos para chicos aparecieron en Anteojito a fines del ´75.

MM: Desde entonces se sucedieron los libros y los premios. Fuiste candidata al premio Andersen, por la Argentina… Bueno, vamos directamente a la entrevista. Sos egresada de Letras y no pasaste por la docencia. ¿Cómo llegaste al mundo de la literatura infantil y juvenil? 

EW: Casi por casualidad. Cuando terminé la facultad tenía que trabajar en algo afín con lo que había estudiado. Química no iba a ser. Empecé como redactora en revistas, algunas de las cuales ya no existen. Un día, una dibujante amiga me propuso que escribiera un cuento para chicos para tratar de venderlo a una editorial. Lo escribí, me gustó mucho hacerlo. La gente que tenía cerca (ya estaba casada y habían nacido mis dos hijos) opinó que estaba "bastante bien". Seguí trabajando como redactora, hice house organs para bancos, y escribía cuentos por diversión. Aquel primero nunca salió publicado. Lo conservo, pero nunca lo exhibí. Cuando se presentó una oportunidad en editorial Kapelusz llevé los cuentos que tenía en mi casa y compraron tres para la colección La Manzana Roja. Fue en el ´84. Así empecé. No sé cómo, acá estoy.  

MM: Me parece que ese es otro lindo pie para charlar. ¿Qué tan diferente era? Porque fuiste pionera en la literatura infantil. 

EW: No fui pionera. Sí formé parte del grupo de gente que empezó a publicar con asiduidad en la primera mitad de los ochenta. 

MM: De la democracia para acá… 

EW: Fue una época interesante. Yo era bastante inconsciente entonces. Ahora no tanto, pero en ese momento no conocía mucho las reglas. Había una literatura muy ñoña, redondita, y por otro lado una literatura que bajaba línea, muy de los setenta. A mí no me convencía ninguna de las dos. Entonces escribí, por instinto, lo que tenía ganas, y no creo haberme apartado mucho de eso. Los ´80 fueron años auspiciosos, en cierto sentido. Salíamos de una dictadura, nos sacábamos de encima una losa pesada, había ganas de hacer y de mostrar. Nunca me sentí transgresora. Si transgredí fue porque no sabía hacer las cosas de otra manera. Conocí a Graciela Montes, a Laura Devetach, a un montón de gente que también tenía mucho entusiasmo. No nos unía tanto una manera de escribir, una estética, sino el espanto que nos producían ciertos libros montados sobre la pedagogía y la psicología berreta. Fue una época disfrutable. 

MM: ¿Lo seguís disfrutando? 

EW: Sí. No tengo una producción muy grande. Tampoco me propuse tenerla. Disfruto escribiendo, retengo los libros bastante tiempo. La profesión, tanto no me interesa. Separo la profesión del trabajo. 

MM: ¿Cómo es eso? 

EW: El trabajo es eso que hacés delante de la computadora. Lidiando con la idea que se te ocurrió, tratando de llevarla a buen puerto. Pedaleando con las palabras, con el hermoso idioma castellano, el esfuerzo línea a línea. Eso me parece deportivo y hermoso, y es lo que me gusta hacer, por eso me cuesta despegarme de los libros. Termino un libro y lo sigo baboseando, saco una coma de un lugar y un mes después vuelvo a ponerla dónde estaba. Ese trabajo me encanta, es la parte obrera, material, artesanal, si querés. La profesión es lo otro: la circulación, la exposición pública, las discusiones con los editores, los contratos que no te gustan, las peleas para cobrar… Sobre todo, la cuestión de la circulación. Yo me muevo, voy muchísimo a escuelas, sobre todo a escuelas públicas, que es la escuela que me formó, en la que se formaron mis hijos y mi nieto, mi marido, mis padres y todos. La escuela que defiendo. Pero no me vas a ver mucho en congresos, simposios, jornadas, encuentros, foros… No sé bien cuál es la diferencia entre todos ellos. Esa parte no me vuelve loca. Además no tengo muchas cosas para decir. Me encuentro a  mí misma repitiendo siempre lo mismo. (Risas). 

MM: A mí me parece que no… 

EW: Sí. ¿Qué voy a decir sobre los libros? Es tan claro lo que está ahí, escrito… ¿Qué puedo agregar que sea de utilidad? No soy Faulkner, tengo una literatura sencilla, está todo a la vista. Así que pocas veces hablo de los libros. A veces los menciono para explicar algo técnico, puntual, porque no tengo otra fuente a mano para explicar cómo funciona algo. Pero en general trato de hablar de cuestiones generales, como lo que pasa con los libros en las escuelas, qué cosas veo bien y qué cosas veo mal. Si estoy en un aula pequeña rodeada de chicos, entonces sí hablo de algún libro en particular. Ellos te obligan a mostrar los piolines. 

MM: Varias cosas. Por un lado, si lo comparamos con la literatura infantil y juvenil que nos rodea, creo que sos de las autoras menos sencillas. Por esto mismo que decís, de que seguís “baboseando” tus libros durante meses. Sos bastante más compleja que la mayoría de los que escribimos literatura infantil y juvenil. Tu escritura es más exquisita. 

EW: No creo que sea más exquisita. Por ahí es más demandante, pide un poco más del lector. Pero no es deliberado, no es algo que me haya propuesto. Creo que tiene que ver con el tipo de lectora que era de chica. A mí no me amedrentaban los libros. Leía novelones decimonónicos y todo lo que tenía a mano. La revista La Chacra que compraba un tío mío… (Risas). Revistas en italiano, porque mi padre y mis abuelos eran italianos. Todo era para mí. Nunca me dijeron que algo no estaba a mi alcance. Yo debía saber, aunque no conscientemente, que muchos libros estaban muy por encima de mí, y que de a poco, en un ejercicio de acceso, iba a poder alcanzarlos. No me preocupaba encontrarme con la palabra “espingarda” en una novela de corsarios. Debía suponer que algún día, en otra etapa, iba a enterarme de qué era eso. Y tenía mucha curiosidad por lo distinto, por lo “otro”. Si a mí me hubieran dado un relato de una nena que vivía en un barrio suburbano, que iba a la escuela, que se había enamorado del chico que vivía a la vuelta, que se iba de vacaciones y tenía alguna aventura doméstica, me habría aburrido. Para eso me tenía a mí, no necesitaba a los libros. Yo quería la geografía y la historia, el espacio, la naturaleza, las palabras que nombraban cosas nuevas. Ahora puedo racionalizarlo, entender qué tipo de lectora era; entonces, simplemente, lo era. Y cuando te ponés a escribir, la lectora que fuiste en tu infancia tiene un peso enorme. Te dicta preferencias, deseos. Una de las cosas que más me gusta es investigar. Tengo anécdotas divertidas. La pasé muy bien buscando información para hacer libros de ficción. A veces pienso que escribo ficción para tener el pretexto de averiguar. Como yo quería eso para mí, también lo quiero para mi lector. Si el nene no sabe qué es un chambelán, mientras pueda seguir la historia, no me importa, yo tampoco sé qué es. El libro será para el que lo entienda. Si la idea es sencilla, los materiales que voy a utilizar para desplegarla, también van a ser sencillos. En el cuento de un rey que no quería bañarse no voy a usar “esquizofrenia”; no sólo porque el nene no la vaya a entender (eso seguro), sino porque va a caer como una piedra. Voy a romper la armonía, desvirtuar la coherencia del texto. Sé que a veces me paso y caigo en un registro de lengua que hace ruido en el contexto. Y que veces espero demasiado del lector, porque la mía era una generación de lectores, en ese aspecto, más entrenados. Pero prefiero eso, y no quedarme mucho más atrás de lo que puede el lector.

MM:  ¿Y en eso sos flexible, en el diálogo con los editores? 

EW: Digamos que sí. Son pocas las editoriales donde hacen un editing, que colaboran con el autor. Cuando el autor adquiere cierta famita se queda bastante solo. Lleva el libro a una editorial y nadie se anima a decirle que algo no va. Hay un corrector de estilo que te pone las bastadillas y las comillas, pero no mucho más. A veces el autor necesita de alguien que tome distancia del texto y le señale cosas. A mí no se me caen los moños por eso. Lo mismo ocurre con relación a la información que vuelca en sus textos: más vale que chequee bien antes de mandarlo.  
No tuve problemas con los editores. Las fricciones que tuve y sigo teniendo han estado directa o indirectamente relacionadas con lo escolar y se reducen a un puñado de anécdotas. Pero nunca tuve que negociar con las colecciones de literatura.  

MM: Y sí con los libros de texto… 

EW: Cuando la división escolar de una editorial grande pide un cuento que está publicado en una colección de literatura, propia o de otra editorial, a veces sugiere algún cambio. Yo puedo usar la palabra "vieja" por "mamá" en cualquier lado, pero en una textera te pueden pedir un cambio. Yo, por supuesto, no acepto, como tampoco lo hace la mayoría de mis colegas. Que elijan otro cuento. Me parece ofensivo para los maestros. Ejemplos como ése tengo unos cuantos. En el  único cuento que escribí por encargo, que fue "Donde los derechos del niño Pirulo chocan con los de la rana Aurelia”, la abuela del cuento en un momento les dice al niño y a la rana "¡¿Se van a dejar de romper?!" Ese cuento lo hice a pedido del Ministerio de Educación en la época del ministro Rodríguez y no tuvieron problemas en publicarlo. Hace poco, veinte años después, me lo pidió una textera y me preguntó si podía cambiar “romper”. ¿Por "molestar" tal vez?  Nunca te dicen por qué reemplazar la palabra; dejan que te comprometas vos en el cambio. La censura se ejerce de manera sutil. No es brutal. Era brutal en las dictaduras. Ahora es elegante. (Risas). 

MM: Es un buen título, “La censura es elegante”.  

EW: Es discreta, políticamente correcta. A veces los que la ejercen no pueden evitarlo, porque no son los dueños de las editoriales y no marcan las pautas. Hay maneras educadas de rechazar algo, a veces disfrazando el motivo, porque nadie quiere quedar pegado en el papel de censor. En general la objeción se produce porque el autor se zarpó. Yo no recuerdo haber discutido con un editor, pero también sé qué cosas no puedo poner en un libro para chicos, porque si lo pongo nadie se va a enterar de que lo puse, porque no lo van a editar. La transgresión, o no existe o se ejerce de a poco, corriendo la barrera para adelante de a pasitos. Los mediadores y al receptor se van acostumbrando… No podés ser salvaje, porque nadie se entera. Sencillamente, no te publican. Los autores tenemos conciencia de la medida, hasta dónde se puede. Ahora se puede más que en el ’84, cuando salió mi primer libro.   

MM: ¿Tenés algún reparo con vos misma? ¿Hasta dónde llegás?

EW: No es un tema que discuta conmigo misma. Tal vez porque sé que también yo tengo inhibiciones. O porque, en el fondo, hay una especie de sentimiento de protección hacia el chico que no se menciona, pero que existe. No escribiría una escena de tortura en un libro que sé que va a leer un chico de diez años. Por inhibición propia, por repugnancia moral, porque no me lo publicarían o simplemente para ahorrarle algo muy duro, muy cruento, de lo que ya se va a enterar más adelante. Además, nunca escribí relatos realistas. ¿Por qué? No sé. Esa es otra cosa que deberías preguntarme. (Risas). 



MM: Vos decime y yo pregunto. (Risas).  

EW: Imagino que el que escribe en clave realista se encuentra más a menudo con situaciones complicadas. A mí me gusta mucho el realismo duro: Graciliano Ramos, Roa Bastos, Ciro Alegría, Quiroga, los escritores del sur norteamericano, Ambrose Bierce… Pero no escribo ni siquiera ese realismo liviano, muy de los libros para chicos. Siempre hice humor, absurdo. Aunque también podría pensarse que elegí el humor justamente porque es balsámico. 

MM: Hablabas de la investigación, de que te gusta investigar. En ¡Qué animales! está clarísimo y es muy divertido. Uno sale a buscar esos bichos a ver si existen de verdad. Y existen todos… 

EW: Esos bichos existen, sí. Hoy, con Internet, ese libro se hubiera escrito muy rápido. Empecé buscando en las bibliotecas de los hijos de mis amigos y de los amigos de mis hijos. Esos fascículos que se llamaban “La Fauna Maravillosa”, “Animales Extraordinarios"… Después anduve por las bibliotecas grandes: la del Congreso, la Nacional, las de la CONABIP, todas. Terminé en el Museo de Ciencias Naturales de Parque Centenario. En el subsuelo de ese museo trabajaban técnicos del CONICET especialistas en animales. Entrabas y veías frascos con bichos escabechados de todos los tamaños. Técnicos de nivel muy, muy alto… Algunos me dieron bolilla, otros no. La aracnóloga me mostró unas arañas horrorosas que guardaban en frascos de mayonesa Hellmanns… Había un experto en aves argentinas, una ictióloga… Me ayudaron mucho. Regalé algunos libros míos para que vieran que no era una improvisada y que estaba ahí porque quería que el libro tuviera la menor cantidad de errores posible. Yo no era ni naturalista, ni científica… Es lindo buscar, no importa qué.
Cuando Canela me pidió un cuento para la antología 18 de brujas, como no tenía un cuento de brujas, colaboré con un Breve diccionario de brujas famosas e incluí a la Bruja Verón. Fui a la biblioteca de la AFA. (Risas). De fútbol sé tanto como de animales. Había hecho una cita y cuando llegué me tenían ejemplares de El Gráfico con datos sobre la Bruja de la década del ’50. Los necesitaba para escribir tres líneas. Está claro que me divierte. Cuando hicimos Perafán de Palos con Laura Linares encontramos cosas increíbles. Traés personajes al Río de la Plata y no sabés dónde empieza el río, cómo estaban vestidos, qué comían, cómo era el barco… Yo amo los barcos. No podés confundir un bergantín con una fragata. Tenés que “amueblar” el relato. Si desembarcaban en el Delta en 1530, ¿había naranjas? No, no había. Las naranjas recién las cultivaron los jesuitas. En ese sentido el Libro de los prodigios fue un festival. Dejé de leer ficción, leía libros informativos. Para el que está pensando en términos de ficción todo el tiempo, buscando ideas para cuentos o novelas, a veces no es la lectura de cuentos y novelas lo que más te estimula, sino datos sobre bufones, niños con rabo, santas…. La información es muy estimulante. A veces también trae soluciones, ayuda a destrabar el relato. Es un ida y vuelta: para hacer ficción buscás información, y la información te estimula la inventiva. Habría mucho para hablar de esto.  

MM: Queremos escuchar… 

EW: Cuando trabajamos con Graciela estuvimos metidas en el Medioevo los cinco años que nos llevó ese libro. Era fascinante todo. Aprender cómo era la Europa Medieval, que no era la de los monjes ni los caballeros ni las damas con bonete, sino la del comercio, los inventos, el sentido práctico, la aventura… Es enriquecedor. Y es muy lindo poder compartirlo.  

MM: ¿Les llevaste ¡Qué animales!, a la gente del Museo de Ciencias Naturales? 

EW: Cuando salió publicado, sí. Les alcancé ejemplares a los que me habían ayudado. Les llevé la edición “para niños belgas”, como la llamaba Carlos Nine.

MM: ¿Por qué? 

EW: Porque hubo una primera edición cara, que mandaron a imprimir en España y vino por barco. Lindísima, cuadrada. Entonces Nine, en broma, dijo que era para niños belgas. Se supone que los niños belgas son finos. (Risas). En ese momento costaba diecisiete pesos, que eran diecisiete dólares. Así que la editorial muy pronto tuvo que hacer una versión proletaria, que es la que se vende. La otra quedó de adorno. 

MM: ¿Y qué dijeron los científicos? 

EW: No sé, regalé los libros y no volví más. (Risas). 

MM: ¿No esperaste la devolución? 

EW: Por supuesto que no. A ver si empezaban a encontrar errores…

MM: Con 15 de Brujas nos reímos mucho el lunes pasado, cuando aparece Verón, Juan Ramón… 

EW: Es el padre de la Brujita. Aquella vez también estuve en el centro Laurak Bat por la bruja Mary, la gran bruja de los Pirineos. Y en el Centro de Cultura Japonesa, porque hay una bruja japonesa. Y hablé con el creador de Cachavacha… 

MM: ¿García Ferré? 

EW: No, alguien que trabajaba para él, ahora no recuerdo su nombre. Era un dato que me había dado Carlos, mi marido. Tuve una larga conversación telefónica sobre Cachavacha. 

MM: Y en el cuento son cinco líneas… 

EW: Sí, cinco líneas. Por eso sospecho que hay algo perverso en todo esto. (Risas). 

MM: Sí. ¿Se acuerdan de Cachavacha? Te dejo descansar así les leo esto que es buenísimo. Porque de algunas cosas, seguro no se acuerdan. “Nació como personaje de historieta en la revista Anteojito. Es la enemiga tradicional de Hijitus, aliada de los lauchones Larguirucho, Pucho y Serrucho. Y de su jefe, el profesor Neurus. Tiene un búho cómplice que vigila el castillo donde vive. Ella lo llama “Pajarraco”. Su frase mágica es “Chumba Chumbeta”. En un principio era auténticamente malvada. Ahora es casi inofensiva y el búho se volvió sabio”. Me agarro de tus palabras, ¿es cierto que hacía falta ir a hablar con el creador?  

EW: No, pero lo conocía mi marido, que me dijo: “Es Fulano”. Consiguió el teléfono y lo llamé. Ojo, que la charla fue seria. Hablábamos de trabajo, en definitiva.  



MM: ¿Investigaste sobre el circo? Porque voy a decir públicamente que me gusta todo, pero Pollos de Campo es el súmmum. 

EW: Sobre el circo también. A mí no me interesaba el circo como espectáculo, funcionando. Me interesaban los personajes del circo. Entonces los desenganché y me quedé con ellos solos, ahí, al garete, yirando por la provincia de Buenos Aires. Todo empezó porque imaginé una mujer muy grande y un león. El león no está, hay apenas una referencia. La mujer grande sí, es Rita. Una y otra vez se me aparecían esas dos imágenes. Me preguntaba qué hacer con ellas, donde ponerlas. Empezás interrogando a algo que se te ocurrió. Interrogás a la idea, a un personaje; con las respuestas, vas avanzando. En Pollos quise hacer una especie de road movie. Con todas esos personajes pobretones, medio perdedores… Toda la novela tiene un tono sepia, muy retro.

MM: Los vascos que levantan piedras… 

EW: Esa fue otra: en el Centro Laurak Bat, increíble, un empleado flaquito me enseñó los movimientos que hacen para levantar piedras de doscientos kilos. Bueno, tuve mi novela de itinerario, con todos esos caracteres: el oso ambiguo, el mago neurótico, la viejita positivista. Mimí la Elástica es el único que aparece también en otro cuento. Llegué a quererlos.

MM: Son muy amorosos.  

EW: Llegué más o menos a la mitad de la novela, y como ya sabía cómo terminaba, me entró pereza… Entonces me demoré, hice otras cosas, me distraje. Después la retomé y la terminé. Pero sin duda me va más el libro de cuentos cortos que la novela. Creo que tiene que ver con la impaciencia. (Risas). Porque si estás trabajando en un libro que tiene doce cuentos, veinticuatro cuentos, podés saltar de uno a otro. Te atascás con uno y empezás con otro. Después corregís el antepenúltimo. Vas de un texto a otro, como una mosca. Es más entretenido que meterme en una novela que ya sé cómo termina.  

MM: ¿Te suele pasar que sabés cómo termina la novela? 

EW: No tengo muchas novelas, pero en general, sí. Eso de la escritura torrencial, que seguramente les ocurre a otros escritores, a mí no se me da. Trabajo en paños chicos. Y corrijo mucho. Siempre les digo a los chicos en las escuelas que en realidad no escribo, corrijo solamente. Y es verdad. Además quiero dejarles la idea de que la escritura no nos sale con facilidad, ni a ellos ni a mí. 

MM: Ahí te ganás a las maestras, porque siempre te preguntan: “¿Y vos escribís borradores?”. Les encanta que les digas que sí.  

EW: Por supuesto. Pero también aprovecho para decirles a las maestras que dejen que los chicos vuelvan sobre los textos. Que puedan autocorregirse. Que no les den una composición del lunes para el martes. Eso es mortal. Si van a escribir sobre la vaca, pasen dos semanas hablando de las vacas, buscando información sobre las vacas, contando chistes de vacas, empápense de vacas. Después, que escriban. Y dos semanas más tarde, que vuelvan a leer el texto y se fijen si pueden mejorarlo. Y antes de que las clases terminen, maestra, dales la oportunidad de volver a la vaca a ver si pueden mejorarlo aún más, se apropian de él y llegan a quererlo un poco. Porque en definitiva, de eso se trata: de que quieran lo que hacen. No podés ser tan burócrata. Cuando pedís algo de hoy para mañana el chico cumple con la tarea y chau. Trato de hacerles entender a los chicos que yo compongo textos y ellos también. Que mi trabajo no es distinto del que ellos hacen. Tiene los mismos requerimientos: estar estimulado, encontrar información, pasarla bien, corregir. Los artesanos tienen esa posibilidad.



MM: También, ¡los maestros tienen una presión! Si se pasan seis meses con “la vaca” vienen los padres a quejarse y es un problema. 

EW: No te digo seis meses sólo con “la vaca”…, me refiero a que no los despeguen groseramente de lo que hicieron. Que lo den a leer al compañero, lo revisen en perspectiva como si lo hubiera escrito otro.... Lo de la corrección es algo muy extraño… Yo llevo a las editoriales las cosas bastante corregidas. Lo último que ve el autor es la llamada “prueba de página”. Se corrige la primera prueba. Se hace una segunda, a veces una tercera. Y es increíble: hay errores que nadie ve hasta que el texto está impreso. Más que errores, descubrís cosas mejorables.

MM: ¿Y vos volvés, Ema, para desprenderte de ese original que llevás tan corregido, dejás en reposo y volvés al tiempo? 


EW: Sí, hasta que obviamente tenés que soltarlo, porque ya es demasiado. Si lo seguís revisando empezás a estropearlo. Hay una lógica, un límite. Por eso nunca estoy haciendo una sola cosa: estoy con dos o tres al mismo tiempo. Achicás la ansiedad. Cuando lo entrego, se produce un quiebre. Así como hay autores que disfrutan leyendo sus textos en público y hablando de ellos, yo, a menos que me lo pidan con mucho énfasis (risas), no lo hago. Hay un escalón muy fuerte entre la etapa en que no quiero soltarlo y cuando pasó a ser de los lectores.

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Tras recibir el Premio Pregonero de Honor Ema Wolf: "La marca de las lecturas de la infancia es indeleble".

 Invitada al Filbita, la escritora nacida en Carapachay es autora de libros como Fámili, Maruja e Historias a Fernández, que obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil. "A mí me gusta el territorio del cuento popular, de la leyenda, la fábula, la narrativa oral, la narrativa recopilada. Esa zona de la cultura popular donde está el carozo, la semilla, el magma que después se derrama y toma toda la literatura", dice.

Ema Wolf: "La marca de las lecturas de la infancia es indeleble"

Por Valeria Tentoni.

 

Ema Wolf tose: los ácaros de las escuelas, el polvo del borrador, dice. Esta semana estuvo en varias aulas de la ciudad hablando de libros −de los que escribe, de los que lee−, de cómo se convirtió en autora de obras para chicos y chicas −casi por casualidad, repite una y otra vez− de cuáles son sus novelas favoritas −detesta los rankings−. Ahora, frente a una de las muchas bibliotecas que hay en su casa de Vicente López, abre los brazos y exclama: "¡Son muchas, muchas! ¡¿Cómo elegir diez, o cinco, o tres?!" 

Autora de libros como Fámili, ¡Qué animales!, Pollos de campo, Libro de los prodigios, Hay que enseñarle a tejer al gato, La casa bajo el teclado y Maruja, Wolf nació en 1948 en Carapachay, muy cerca de donde vive hoy. Licenciada en Letras y periodista, participó en revistas como Anteojito y Humi y su primer libro de historias, Barbanegra y los buñuelos, fue publicado por la editorial Kapelusz en 1984. Por Historias a Fernández obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil. "Las historias son estupendas porque nunca se gastan. Es posible repetirlas muchas veces a muchas personas y no pierden nada del cuerpo, ni serrín ni limaduras. El que cuenta una historia la regala y al mismo tiempo la conserva, entera", se lee en La nave de los brujos y otras leyendas del mar.    

Este año, Wolf fue reconocida con el Premio Pregonero de Honor. "Al principio pensé: ¿por qué me lo dan a mí? Si yo no hice ninguna materia pedagógica. Pero después pensé en cuántas veces he ido a las escuelas, y entonces sí", dice. Y tose. En su vereda, mientras tanto, un naranjo se saca frutos amargos −servirían sólo para hacer dulce− y rondan los pájaros en fiesta. Ningún auto pasa ni interrumpe su canto. En el comedor hay dos orquídeas magníficas, imposibles, una blanca y otra violeta.

 

¿Te acordás de tu primer lector o lectora que no fuese de tu círculo inmediato?  

La primera experiencia fue hace 32 años. En la escuela que está en la calle Conde, frente a la plaza Mafalda, en Colegiales. Iban los hijos de una amiga, y me llevó. Yo estaba aterrada, porque no soy docente y nunca tuve prácticas pedagógicas ni nada. Yo hice la Licenciatura en Letras, no el Profesorado. ¡Dios mío, el miedo que tenía! No sabía qué me iban a preguntar, qué querían de mí. Y tenía pocos libros todavía. Había trabajado como redactora en la Revista Humi, algunas colaboraciones en Anteojito, esas cosas, pero no tenía la regularidad de la edición, así que estaba muy asustada. Y me llevó mucho tiempo perder el miedo. Y después me di cuenta que me interesa lo que pasa en la escuela, me parece fundamental, a pesar de no ser docente. Me interesa como ciudadana, como persona que mandó a sus hijos a la escuela. Así que sigo yendo. Sobre todo a la escuela pública: ahí es donde me formé, donde fueron mis hijos, mi nieto.

¿Y con qué te encontrás cuando vas, qué leen de tus libros los chicos? ¿Te sorprenden o están un poco guionados por las maestras?

Están un poco guionados, sí, es raro que te sorprendan. A mí me gustaría ir a una escuela y encontrar que los chicos hicieron preguntas vinculadas con los textos que leyeron, lo que podría llamarse "preguntas literarias", en el nivel en que pueden hacerlo ellos. Que alguien les hubiera hecho mirar la factura del texto, las construcciones, las maneras de resolver las secuencias. Pero eso no ocurre: preguntan primero las cosas biográficas, cosas que están en la Wikipedia y no son un misterio para nadie. Y viene el estereotipo del reportaje televisivo, y después las preguntas ranking, ¿cuál fue el libro que más tiempo te llevó escribir? ¿Cuál es tu escritor favorito? Yo buenamente trato de desbaratarlas. Trato de llevarles también un poco de realismo en relación con la profesión, porque les han puesto en la cabeza que es mágico, que sacamos conejos de la galera, que tenemos una imaginación supranormal, ¡y no es así! Es trabajo, es una artesanía, hay que escribir y corregir. Yo corrijo mucho, vuelvo sobre lo que hice, dejo las cosas un tiempo antes de mandarlas a la editorial. No podés ponerte los moños cuando estás escribiendo, tenés que aceptar que ese es un trabajo artesanal. Esto es trabajo, transcurrir, probar, ¡qué se yo! En algún momento no se me ocurrirán más cosas y bueno, dejaré de escribir. 

Dijiste recién que no se trata de imaginación supranormal, sin embargo es un punto que se te elogia mucho: lo imaginativo, la manera de mirar.

Bueno, la manera de mirar sí es propia. Pero yo creo que todo el mundo lo puede hacer.

¿Y por qué creés que no lo hace todo el mundo?

Bueno, a lo mejor porque no tuvieron la oportunidad o porque les interesó más otra cosa. Mi dentista no tiene la imaginación que yo tengo, seguro, pero porque no la entrenó en esa dirección. Y algunas personas no tuvieron la oportunidad de leer, y esa sí es una cosa que yo les digo a los chicos: no es que tienen que leer, que lean si les gusta, pero lo más probable es que si un día quieren escribir antes hayan sido lectores. No se puede escribir sin leer. 

En una entrevista te definís más como lectora que como escritora, ¿no?

Sí. Es lo que soy desde que tenía ocho años, y lo que sigo siendo.

¿Y la lectura es un entrenamiento para la imaginación?

No, no es que se entrena, se orienta en una dirección. Tu pensamiento está entrenado en esa búsqueda. Y entonces sí, yo sí siento que ando como una antena capturando cosas que están alrededor, mirando, escuchando. A veces, convirtiendo un fragmento de conversación que escuchás o una situación anecdótica en un problema, en una idea para hacer un cuento. Necesitás un problema para avanzar. Los chicos me preguntan por la inspiración, y yo no sé qué cosa es la inspiración. Es un concepto romántico, que viene de la antigüedad, el soplo de los dioses. En la Edad Media eso se sostuvo y en el romanticismo también era el genio: ya no eran los dioses, era el poeta elegido. Yo en realidad nunca supe qué era la inspiración; a veces, las cosas te salen más fácil y otras veces no tanto. La imaginación desbordada, que avanza sin límites, de ahí no sale un cuento. El cuento lo tenés cuando podés recortar una porción del campo ilimitado de la imaginación y convertirlo en una idea problema, y trabajar sobre ese pedacito. 

En tus historias, los personajes suelen emprender grandes viajes, ocurre que visitan tierras extrañas. ¿Dirías que hay una vocación exploradora en tus libros?

Sí, porque esa es la marca de mis lecturas de chica. La marca de las lecturas de la infancia es indeleble. Yo me hice lectora con Salgari, leyendo las historias del Corsario Negro y de Sandokán, y todo libro de aventuras que transcurriera en los mares, en Filipinas, en las estepas de Rusia, historias en la época de las guerras púnicas, Los hijos del faraón... Las novelas de Salgari, Rodolfo Bellani, Rafael Sabatini, que estaban de moda en ese momento. Eso te marca. Yo buscaba información en los libros, me doy cuenta ahora. Yo quería saber, seguía los itinerarios de los héroes con un planisferio que había colgado en la cocina de mi casa. Encontrar las islas de las novelas en el mapa, eso le daba un peso y una fuerza a las historias que me fascinaba. ¡Estaban ahí, existían esos lugares! En la literatura buscaba que me abrieran el coco, el mundo: en lo horizontal, en la geografía, y en la historia también. En ambas coordenadas. Por eso hay información en mis libros. 

¿Trabajás siempre con cartografías reales?

Algunos lugares existen, otros son inventados, pero no le retaceo información al lector. Después, si vos te ponés a pensar, la estepa rusa es lo más parecido a mi barrio de Carapachay. Yo nunca salí de Carapachay. Lo que pasa es que después hay maestras que si abren un libro donde aparece un bufón, dicen: "Ah, mis chicos no saben lo que es un bufón", y cierran el libro y lo dejan. Hay otras que les cuentan lo que es un bufón, le abren la puerta del libro y entonces entran con más facilidad. La mediación en estos casos es importante, muy importante. Avanzar es crecer como lector, y escribir es modificar lectores. Si vos les das sólo lo que saben, lo que conocen, no avanzan como lectores en términos de vocabulario, de experiencias, de géneros.

Los tuyos son libros con gran despliegue léxico, se podría decir que son exigentes, ¿estás de acuerdo?

Sí, exigentes. Lo que yo creo es que están faltando horas de lectura en nuestras escuelas, horas de Lengua y Literatura. Y las nuevas camadas de maestros no llegan con el capital cultural ahora. El léxico escueto es ya un problema en la formación de los docentes.

Pienso en obras como el Libro de los prodigios, ¿qué te dijeron cuando llevaste uno como ese a la editorial?

A Tony Santa Ana le encantó. En ese momento había una serie que se llamaba "para jóvenes lectores", algo así. Ya entrabas en una zona de literatura juvenil, o sea: adulta. La época en que en la escuela les hacen leer Crónica de una muerte anunciada, esas cosas. Pero cuando se lo llevé hacía cinco minutos que habían clausurado esa serie. Así que está puesto en la franja más alta de la infantil. Pero cuando yo lo escribí no pensaba en qué edad podrían tener sus lectores. Me documenté mucho −el primer cuento, la piedra fugitiva, por ejemplo, era una nota al pie en el Lapidario de Plinio−: tenía que encontrar el prodigio y le construía un engarce muy simple para poder mostrarlo, porque no quería hacer cuentos con eso sino mostrar algo que me había llamado mucho la atención. Pasé mucho tiempo buscando información en libros o en la Revista Muy Interesante. Casi no leía ficción en esa época, lo que yo necesitaba era información y la información me nutría de ideas. La ficción eran ideas de otros y yo necesitaba hechos, hechos raros. Me gusta que los libros se me escapen de las manos, como ese, me gusta no saber qué edad va a tener mi receptor, con todos los problemas que eso implica a la hora de vender libros. Tardé siete años en terminar de escribir ese libro. Mientras tanto escribía La nave de los brujos, una recopilación de leyendas.

Ese libro es interesante porque trae otros, las leyendas están recopiladas de otros libros, ¿cómo lo trabajaste? 

Son libros de todas partes, a mí me encantó hacer ese trabajo. Es un libro muy pequeño pero conseguí reunir 34 leyendas para poder quedarme con 9 que fueran representativas de distintos países, desde Canadá hasta Argentina. No quería dejar afuera América del Norte −está esa tendencia de que las leyendas tienen que ser Latinoamericanas, y no, las leyendas del mar están en todo el continente. Y leyendas representativas: la luz en el mar de noche, el tesoro enterrado, el barco fantasma, el naufragio, el monstruo marino. 

También narraba Graciela Montes que hubo gran trabajo de documentación cuando escribieron juntas El turno del escriba. ¿Te da disfrute esa parte, la documentación?

Nos documentamos muchísimo, había que amueblar a dos tipos presos en una cárcel de Génova en el 1298. La información fue muchísima. Conectamos con gente de Italia, con institutos de cultura italiana de acá. Ese fue un trabajo enorme.            

¿Dirías que la curiosidad es el motor que más te empuja a escribir?

Yo creo que el lector es un curioso, lo que define a un lector es la curiosidad. Y el escritor es antes un lector. Yo nunca hubiese hecho la prueba de escribir un texto de ficción si no hubiese leído ficción antes. Es la misma curiosidad la que te lleva a leer y la que te lleva a explorar para poder escribir una historia.

En tus libros está lleno de mares, de barcos, ¿sabés por qué? 

Me gustan mucho los mares, los barcos. Mis padres se conocieron en el Náutico Buchardo navegando en los barcos del club. Después yo hice curso de náutica, y a los diecinueve estuve dos o tres años navegando en veleros del club. Mi hermano, mayor que yo, tiene hace años barco, y mis dos sobrinos navegan. Deportivamente, no es el Yatching: somos ratas de río. Y yo tuve, o tengo, un velerito chiquito. Lo usé bastante en San Fernando y acá en Vicente López para andar por el Río de La Plata. Salía sola, era un barco demasiado chico y dos eran multitud ahí.  

¿Y del lado de la literatura también te gustan los mares y los barcos? Conrad es un autor importante para vos, si no me equivoco.

Sí, me gusta muchísimo. Hace novela psicológica −son fascinantes los vínculos de los marinos entre sí y los vínculos de los marinos con sus marcos, no lo pinto nadie como lo pinto él. Entonces combina la náutica con una novela humana, de relaciones humanas. Y es un escritor que me gusta muchísimo. Aquello ahí, al lado de la biblioteca, es una ilustración de Conrad que me regaló "el Bebe" Ciupiak. Lo copió de una foto de Conrad. Conrad aprendió el inglés a los 18 años y se transformó en un escritor, es milagroso; era polaco, y cuando empezó a navegar en barcos ingleses aprendió el inglés. Ahí escribió, y es un prosista muy bueno, ¿no?

El humor es otro elemento muy presente en tu obra, ¿cómo lo pensás?

A mí me sale como cosa normal, no lo pensé nunca. Cuando escribía notas en revistas también, si el tema lo permitía aparecía el humor, que no es lo mismo que lo cómico. Es más serio, mucho más serio. No es tu propósito provocar una carcajada, no; es una cosa contenida.

Fuiste por unos años contemporánea de alguien que también trababa el humor muy a su modo, María Elena Walsh, ¿cómo fue eso?

María Elena Walsh dejó una marca muy importante, nos dio permisos. Sin haberla frecuentado, cuando yo empecé a escribir estaba ahí. Lo mío no es la poesía, lo de ella sí, que además era más del limerick, del juego de palabras, de significantes, muy presente en su poesía. No es lo mío, pero yo creo que sí, que dio una libertad en la que todos nos metimos después. Abrió sin preocuparse por marcar, hacer escuelas, ni nada. Dio una libertad. Será porque comenzó a publicar a fines de los 50, en los 60, que eran épocas muy libres, incluso acá, la época del Di Tella. Fueron años muy transgresores en la expresión. Ella abrió con un machete un territorio que nos vino muy bien. Otra cosa que me impactó mucho en esa época fue cuando leí Historias de cronopios y de famas, lo patafísico, ese absurdo de Cortázar. Fue un libro que me señaló alguna dirección, también. Se leía a Boris Vian, también.    

Hay mucho disparate en tus historias, se subraya mucho el disparate, lo surrealista, ¿no?

Sí, o absurdo. Absurdo, yo diría. A veces yo no estoy muy segura con lo que significa "disparate" en la literatura.

Bueno, es una palabra que se usaba mucho con María Elena Walsh, ¿quizás viene de ahí?

Sí, con Doña Disparate y Bambuco... Sí, bueno, es sólo cómo te pongas de acuerdo en el valor o la extensión que tiene la palabra. Si tomás como modelo Alicia en el País de Las Maravillas podés decir, incluso creo que Alicia en un momento usa la palabra "disparate".

¿Quizás entre absurdo y disparate existe para vos la misma distancia que entre humor y comicidad?

Hay una diferencia, que veo por la negativa. Cuando los chicos empiezan a contar una historia y se van para el lado de los tomates −a veces me leen los textos que escriben−, y vos ves que como no tienen la práctica del relato, de leer relatos, es como si entraran al lugar y en vez de seguir racionalmente el cable hasta el final, empiezan a aparecer conejos que vuelan, Deus Ex Machina, personajes a los que no les ocurrió eso sino que lo estaban soñando... Se van del eje, y eso me parece lo más cercano al disparate. El absurdo parte de una situación que puede ser una situación realista exagerada. Por ejemplo: a bordo del barco del pirata Barbanegra viajaba su mamá. Eso no es un disparate, es una situación que podría haber acontecido. Seguís solucionando las secuencias de manera absurda y llegás a un final absurdo, pero porque es la lógica, el camino racional. Es muy serio, es controlado. Yo al disparate lo veo como a un descontrol. 

Me imagino que no encontrás al humor sólo en los chistes. Sos, por ejemplo, una escritora que atiende mucho a la naturaleza, y has encontrado humor en los animales, ¿no?

Los animales son muy graciosos, sí. Lo que recuerdo es que mi viejo era músico y trabajaba de noche, pero sobre todo mi mamá al mediodía escuchaba radio, programas de Niní Marshall, o cuando yo era mucho más chica a Mareco o al Zorro, a Pepe Iglesias. Niní Marshall me pareció siempre una maravilla absoluta. Eso es lo que recuerdo, haberme reído mucho con esas cosas. Después, en mi casa se leía el Diario La Prensa, y venían en el suplemento unos textos de Germán Arciniegas, el escritor colombiano, unas aguafuertes, escenas de la vida cotidiana, muy graciosas. Un gran escritor. Se leía y se festejaba mucho. Después, ver programas de televisión que me divertían muchísimo ya en la adolescencia, como la troupe uruguaya de Telecataplúm, extraordinario. Y cuando entré en la facultad, me gustó leer a Francisco de Quevedo: me reía mucho. Después me enteré que Graciela Montes había cursado ese mismo cuatrimestre y de ahí salió Casiperro del hambre, del placer de la picaresca. Fue muy importante: ahí hay uno que dio permiso antes que nadie, era el más grande escritor de la lengua castellana y se reía, se reía mucho, era un irreverente. Cervantes también. Y ahí yo dije: bueno, entonces se puede. Se puede, no está mal. Siempre aprecié el humor, el humor en la conversación, la salida espontánea; me parece que es algo generoso para con los demás. Es algo que se brinda, gratuito y generoso.  

Tu papá era músico, ¿cómo fue tu vínculo con la música?  

Mi papá tocaba el piano. Era un trabajador de la música, digamos. Había estudiado con Scaramuzza [N. de la R.: el mismo maestro de Martha Argerich y Bruno Gelber], se recibió de Profesor de Piano pero tuvo que dejar para empezar a trabajar muy joven. Y tengo varios tíos músicos; uno pianista del Maipo, otro violinista de Mariano Mores. 

¿Nunca tocaste ningún instrumento?

No, pero ahora me encantaría, cambiaría todo por hacer sonar algo. Empecé guitarra en una época pero al año y medio dejé. Mi viejo podría haberme enseñado, de hecho mi mamá nos juntaba para que me enseñara y él se borraba y yo me borraba, nunca pudo lograr que ensambláramos. Él nunca tuvo vocación docente. Pero sí crecí con mucha música, todo el tiempo. Se escuchaba Radio Nacional y Radio Municipal, que transmitían del Colón. Pero me encanta el chamamé, toda la música del Litoral, de Paraguay hasta Entre Ríos, la música mexicana, el folclor ruso... No es que esté cerrada a la música académica. Me gusta la música toda, me fascina lo inexplicable de la música.

¿Hay un trabajo sonoro en la corrección de tus textos?

Cuando corregís, corregís en función de algo musical. Hay frases donde aparece un ruido. No es que esté mal hecho, mal puesta la palabra, pero vos reconocés que hay otra instancia mejor. No necesito leer en voz alta, pero hago un como si: eso te da un ritmo, una cadencia, un sonido. Ahí te das cuenta cuando algo hace agua. El lenguaje es musical, música. Borges se hacía leer, no podía leer pero escuchaba y seguramente corregía a partir del vínculo musical que tenía con las palabras. Y las palabras no las podés cambiar, son esas: es maravilloso eso en Borges. No podés imaginar otra palabra sino esa. Es de una exactitud que a mí me emociona, es un escritor que a mí me emociona.

Hay algo borgiano en las operaciones que hacés en tu escritura. En una nota del Aleph se lee: "La momentánea y repetida visión de un hondo conventillo que hay a la vuelta de la calle Paraná, en Buenos Aires, me deparó la historia que se titula El hombre en el umbral; la situé en la India para que su inverosimilitud fuera tolerable". ¿No reconocés ese movimiento? Hay situaciones que escribís lejos en el tiempo y el espacio, pero sospecho viste pasar en tu vida cotidiana.   

Bueno, lo de Borges... Hay desplazamientos, sí. Desplazar personajes, eso sí; el tipo que sube al colectivo a vender cosas, por ejemplo, ¿qué pasa si lo trasladás a un bote en medio del océano, con Colón navegando rumbo a América, con la tripulación casi amotinada del embole y el miedo, y si lo recogen a este tipo y sube al barco a vender pinchos para choclos, pelapapas, cosas que no saben para qué sirven, porque todavía no habían descubierto los choclos ni las papas? Y les dice "ya se enterarán para qué sirve". Ese es un operativo bastante común.

Hablamos de tus libros exploradores, los que se van lejos, pero después tenés otros como los que protagoniza Timón, integrante de una comunidad de mocos que vive bajo el teclado de un piano. ¿Por qué tu interés en la miniatura?

Sí, y esos grupos humanos que son como familias medio almodovarianas, ¿no? Pollos de campo es un caso. Son una familia: no son una familia biológica, pero cada uno ocupa un rol en el grupo.

Fámili también.

Claro, Fámili. Y los mocos son una colonia que viven en ese lugar; yo quería hacer seres pequeños que vivieran en un lugar pequeño, pero con la posibilidad de desplazarse. Es un viajero Timón. De la saga de los mocos son dos libros, no sé si haré un tercero porque me dan mucho trabajo. Es un elenco muy numeroso de personajes, cada uno con su carácter, son libros difíciles porque son muy compactos, la acción es vertiginosa y no tiene mucho aire.

A partir de ese libro, parece haber un disfrute en el trabajo con los personajes, ¿cómo los trabajás?

Van en función de la idea. Nunca se me presentaron los personajes en crudo a partir de los cuales yo busqué una idea para ponerlos en movimiento, sino más bien al contrario. Aparece la idea y busco el personaje. 

¿Qué hacés cuando se te ocurre algo?

Lo anoto, tengo una carpeta abierta con el infantil nombre de "Ideas". Anoto las cosas que se me ocurren y las dejo ahí, después a veces no pasa nada. Tengo cuadernos también con cosas que quedaron ahí, que no pude avanzar en la idea. Yo soy más del cuento corto que de la novela. Cuando escribí Pollos de campo escribí la mitad y como ya sabía cómo iba a terminar, ahí quedó flotando durante bastante tiempo y yo haciendo otras cosas. Si ya sabés a dónde vas a llegar no te da curiosidad. Entonces después seguí con disciplina, profesionalismo y qué se yo y llegué al final, pero es evidente que prefiero el cuento corto. Lo que te pasa con la idea es que a veces no podés avanzar. Es como un laberinto: está el ratón y está el queso, y hay que llegar, pero a veces el camino está interrumpido. Lo más difícil es volver para atrás, poner reversa en la idea y volver a las imágenes originales, que son anteriores a la idea. Yo nunca tiro cosas, me parece que no es justo. Siempre tengo la fantasía de que por ahí en algún otro momento puedo retomar. 

Más allá de las bandas etarias que ponen las editoriales, ¿en qué lugar te encontrás?

A mí me gusta el territorio del cuento popular, de la leyenda, la fábula, la narrativa oral, la narrativa recopilada. Esa zona de la cultura popular donde está el carozo, la semilla o no sé cómo llamarlo, el magma que después se derrama y toma toda la literatura, incluso la literatura de vanguardia. Los mitos, las epopeyas. Qué se yo. Joyce agarra el Ulises. También la literatura experimental salió de esos lugares. A mí me gusta contar esas historias sencillas y económicas. Soy económica escribiendo. Trato de usar el menor espacio posible para contar algo. No me gusta extenderme, creo que tenés que trabajar con un principio de economía. Si vos construís un puente, necesitás catorce tornillos, y si usás dieciocho algo está mal. No abusar de la paciencia del lector, ¿no? No darle más tela a una idea de lo que la idea merece, porque algunas ideas son mejores que otras, sin duda. Se me ha dado por emparentar esto que hago, o que me gustaría hacer, con la literatura popular. Es un territorio que está dentro de lo popular, de lo accesible. De lo que pueden leer todos. Lo que pueden escuchar todos. No sé, es una fantasía. Trato de verlo como género. Cuando a mí me enseñaron los géneros en la facultad, no me dijeron nunca que la edad de un lector podía determinar un género. Yo prefiero hablar de literatura para chicos más que infantil: es para chicos porque la pueden entender y disfrutar, infantil es algo que hace un niño. Pero si lo escribió un adulto, no sé por qué adjudicarle el carácter de infantil. Es sencillo, es simple, es accesible, es para lectores que no tienen un grado de entrenamiento muy grande todavía. Pero también a los cuarenta años podés ser un lector inicial. No a cualquiera le podés poner el Ulises adelante. A los chicos todavía les falta conocimiento del mundo, eso que yo estaba buscando en los libros. Hay experiencias emocionales que todavía no atravesaron, tienen cosas por vivir y por aprender. Tienen un vocabulario que todavía no es vastísimo, entonces tienen acceso a textos sencillos. A los que se escuchaban alrededor del fuego, contados. Esas cosas eran para todos.

Tomado de: 

https://www.eternacadencia.com.ar/blog/contenidos-originales/entrevistas/item/ema-wolf-la-marca-de-las-lecturas-de-la-infancia-es-indeleble.html