Fue en 1981. Ella tenía 17 años y yo 18. Nos besábamos por horas en el sofá de la casa de su mamá. Los besos eran diferentes de los de hoy. Los adolescentes de hace 30 años, salidos de colegio público, se besaban mucho y se acariciaban, pero no era frecuente tener más sexo que ese. Los besos, llegado un punto, dejaban de saber, pero las parejas continuaban besándose porque no se podía pasar a más. En un momento, cuando la boca de ella y la mía sabían a lo mismo, ella se acostó en el sofá, se abrió la blusa, se desabrochó el pantalón y me dijo “ven”. Yo la miré paralizado y le respondí: “No, quiero que esperemos hasta que nos casemos”.
A las dos semanas, ella estaba diciéndole “ven” a su compañero de clase y él sí no esperó y fue.
Me arrepiento, pero no de haber dejado de hacerlo (aunque habría sido bonito, dada la manera en que la quería); el arrepentimiento está en las razones que le di para aplazar el momento.
Si por lo menos hubiera escogido otras razones para ese aplazamiento, como el lugar inadecuado, la ausencia de un método de protección, el hecho de que yo era virgen (lo era), o el miedo de que llegara la mamá… Pero no, di mi negativa pensando que tenía que ver con una versión primitiva del respeto (como si dejar a alguien con ganas fuera respetarlo) y que ella lo iba a ver como una muestra de amor. En resumen: dije una estupidez suponiendo que era una grandeza.
Pudo haber sonado tierno o afectivo, pero era engañoso, dulzura de catálogo de los ochenta. En esa lógica, era como decir “te quiero tanto que mejor no te quiero más”, una negación inmediata, dialéctica barata e inútil.
Lo peor es que después de que se fue con su rubio compañero a cumplir la misión que yo no había querido aceptar por investirme de caballero, sin pensar que los caballeros cumplen las peticiones de sus doncellas, regresó arrepentida. Yo, por supuesto, estaba con el corazón destrozado, tirado en el piso del desengaño, dando argumentos para las próximas diez telenovelas –y para todas las baladas– de la década.
Ante su petición de volver dije “no”. El idiota seguía firme. Tampoco aproveché que ella regresaba con experiencia y habría podido compartir conmigo el curso de actualización.
Hace unos años la volví a ver. Con dos hijos, su talle y su talla ya no eran los mismos. Los míos tampoco. Me dijo que me recordaba mucho, que yo era una persona muy buena y que lo que le molestaba del mundo era que sólo se pensaba en lo material. No le discutí, no hablé mucho, me fui rápido.
No quiero decir que su pensamiento actual dependa de aquel episodio, no me voy a dar tantas ínfulas; lo que me aterró fue que casi diez años más tarde decía cosas parecidas a las que yo dije en ese sofá.
Ese sofá donde por miedo no quise hacer nada, porque de pronto llegaba la mamá, porque era virgen, porque no quería que fuera tan rápido, porque no había condones… No había condones: pensándolo bien, no me arrepiento.
En: www.cartelurbano.com/node/4681
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