Patricia Nieto es comunicadora social–periodista y magíster en ciencia política de la Universidad de Antioquia. Su pasión por contar historias ha quedado plasmada en crónicas y relatos de distintas revistas del país. Su trabajo como narradora de la violencia tiene como resultado los libros “Llanto en el paraíso. Crónicas de la guerra en Colombia”, “Jamás olvidaré tu nombre”, “El cielo no me abandona”, “Donde pisé aún crece la hierba” y su más reciente libro “Los escogidos”. Ella habla de su trabajo y el periodismo.
- Usted de niña sabía que iba a ser periodista, ¿Cómo fue eso?
“Desde muy niña tenía la tentación, el gusto y el deseo por contar historias. Soy de Sonsón, un pueblo con una tradición oral muy fuerte que se estimulaba mucho desde las instituciones culturales. Había unas jornadas donde los niños y los jóvenes se reunían en la biblioteca pública del pueblo y la gente más vieja contaba historias. Eso a mí me fascinaba. Además de que me impactaban los sucesos que rompían la vida cotidiana. Me impresionaba mucho la televisión, me encantaban las historias que contaba Gloria Cecilia Gómez en el noticiero y muy rápido llegó a mis manos un libro de Germán Castro Caycedo que se llama ‘Colombia amarga’, una recopilación de crónicas que él hizo en su época de reportero raso en El Tiempo. Y ahí me enamoré de eso, pensaba cómo se hace, cómo se cuenta”.
- ¿Se aprende el periodismo?
“Yo creo que el periodista necesita una dosis de vocación, una esencia primigenia que está en el deseo, en el espíritu. Cierta animosidad. La curiosidad por el mundo, por cómo viven los hombres, un interés porque el género humano alcance unas condiciones de vida digna.
Pienso que ese interés, ese rasgo, esa vocación vienen de la infancia, del hogar, del colegio... Se configura en la primera época, y luego viene el hacerse, el oficio, la formación. Insertarse en una disciplina que tiene principios, metodologías, unas reglas de funcionamiento, unas técnicas para ejecutarse, y que está inmersa en un contexto social. Entonces hay que combinar las dos cosas.
Entonces no es solo tener la materia, esa materialidad hay que moldearla, la universidad es un lugar para que eso tome contorno. El periodista se debe formar y si se forma en una universidad, mucho mejor”.
- El periodista Cristian Alarcón se refiere a usted como ‘la memoria’, ¿es un deber del periodista construir memoria?
“Ese asunto del periodista como quien recoge y narra y le da un formato a la memoria es como una línea de trabajo. El oficio de periodista te obliga a estar registrando los hechos del acontecer actual, y esa función básica es la primera y fundamental para que un sistema de comunicaciones funcione. Ahí el periodista debería tener asimilado que cada nota, cada noticia, cada fotografía que hace son elementos que a través de los años se van a convertir en registro material.
Por eso la responsabilidad del periodismo diario es tan alta, porque lo que cada uno de nosotros produce cada día es el insumo para que el antropólogo, el historiador, el politólogo, entre otros, arme un relato de larga duración.
Otro camino para construir memoria es cuando se tiene la posibilidad de hacer un periodismo que no está condicionado a la actualidad, de ir a recabar las historias que conoce en la cotidianidad del oficio o por otros medios, además de tener el tiempo y los recursos suficientes para dedicarse al tema.
En un país como Colombia que está en la cuerda floja de una confrontación armada de tan larga duración, las voces de quienes han sufrido y protagonizado la violencia van a ser un insumo muy importante frente a la posibilidad de que en Colombia se entienda alguna vez lo que está pasando, y en eso el periodismo tiene una misión y un deber. Ser de alguna manera el que canaliza, el que recoge, el que no deja que se mueran, el que conserva, el que publica. El periodismo es de los pocos oficios que permitiría que en este país la voz en vivo de los que han sufrido la violencia pueda ser incorporada en el relato de en una memoria histórica”.
Pabellón del cementerio de Puerto Berrío para los muertos sin nombre.
Foto:Natalia Botero
- Su último libro “los escogidos”, comienza y termina en el cementerio de Puerto Berrío, ¿Por qué escoger este lugar para desarrollar la historia?
“La historia de ‘Los escogidos’ comienza y termina en el cementerio de Puerto Berrio porque el municipio está ubicado geográficamente en un sitio estratégico de la región del Magdalena Medio, y porque fue un municipio que a través de sus autoridades civiles y religiosas decidió convertirse en el lugar de reposo de los restos de los NN, que genera la región y que arrastra el Río Magdalena. Desde una decisión oficial y destinaron un pabellón del cementerio para los muertos sin nombre. El pabellón de los olvidados, así lo llamo.
Allí se generó una práctica religiosa y mágica de relación de los vivos con los muertos no identificados. Una tradición que lleva más de 10 años, en la que el vivo se comunica con el espíritu del cuerpo de quién está ahí y establece una relación de oraciones por favores materiales; oración, conversación, meditación. Una espera por solucionar los problemas, y cuando en la vida del devoto hay una mejoría, se atribuye al espíritu o alma del difunto que respondió a la oración”.
- ¿Cómo volver esos dramas historias?
“Ese lenguaje resulta de la sustancia propia de la conversación con la gente, es decir, del acercamiento con la fuente. En este caso, lo que los personajes le transmiten a uno, o lo que uno es capaz de obtener de ellos. Son ellos, su lenguaje, sus relatos, su vida, los que dan el tono de la crónica o el relato.
La empatía con los personajes que viven esa práctica como una realidad y en algunos casos como el eje de su vida son los que le dan el tono al relato. Uno no puede hacer con el dolor de las personas otra cosa que no sea quererlos, acompañarlos, ser compasivo, uno no puedo tomar el dolor para burlarse, para construir melodramas. Ser periodista es ser también compasivo; acompañar al otro en el dolor. Eso es lo que se logra con ese lenguaje, estoy con usted y cuento su dolor para que otros lo acompañen, pero yo no lo juzgo para decir que es una práctica fetichista es respetar lo que esa población construye como parte de su cultura”.
- ¿Cómo llegó a la investigación de “Los escogidos”?
“Escuché alguna versión de esto en los medios de comunicación en el año 2007. Quedé con la inquietud pero no volví a saber mucho, y en el 2008 hubo un seminario de sicoanalistas en una universidad. Una doctora presentó una ponencia donde se mencionó el tema y se analizó como un acto de resistencia. En el 2008 hice el primer viaje y el último en el 2011. Durante esos años estuve yendo dos o tres veces por año. Un fin de semana hice la reportería básica, hablaba con las fuentes, constaté que la práctica se mantuviera y no fuera una moda”.
- ¿Por qué darles la voz a los personajes en algunos relatos?
“Porque son personajes que tienen una capacidad narrativa muy fuerte. Hay uno en especial, una mujer que utiliza esa relación con los muertos más allá de su beneficio personal. Si yo lo contara con mi voz es como si diera fe de lo que ella hace, pero yo no lo constaté. Por eso es la versión de ella, en primera persona, con un lenguaje rápido y muy picaresco. En algunos casos es una razón estética, en otros la razón es simplemente alejarme de la situación.
Hay otra historia que tiene un sentido muy estético, la de Carmen. Cuando la gente llega a la tumba del muerto que va a elegir, lo primero que debe de hacer es un acto de contrición, una presentación de quién es y por qué está ahí. Con mucha frecuencia se ve gente hablando sola, entonces por eso utilicé el monólogo, el monólogo de Carmen. Es la representación de muchos de los discursos que se escuchan en el cementerio a diario”.
- Usted se ha convertido en un referente del periodismo narrativo en las escuelas de periodismo en Colombia, ¿Siente alguna obligación a la hora de escribir?
“Sí. Eso es un problema porque un periodista escribe para que lo lea gente con distintas formaciones y cuando uno ha sido profesor y ha pretendido decir cómo se deben hacer las cosas encuentra esa complicación. Entonces cada vez que uno está escribiendo siente que se está repitiendo. Uno tiene que ser muy coherente entre el discurso y la práctica. Es como si tuviera un vigilante, un guardián que es un estudiante. Siempre estoy pensando si un estudiante mío lee algo que escribí qué pasa, qué piensa, y eso es casi más fuerte que la importancia de cómo le va a caer la historia a los protagonistas”.
En: El Mundo, 24 de Marzo de2012 http://www.elmundo.com/portal/cultura/palabra_y_obra/patricia_nieto_y_el_periodismo_como_memoria.php
martes, 17 de abril de 2012
El río de los muertos, por Juan José Hoyos.
Ella nunca me dijo su nombre. En mis recuerdos, yo la llamo Antígona Vélez . Para mí es un personaje de una tragedia griega, así haya nacido junto al río Magdalena. Era una joven de pelo largo, recogido bajo su cofia blanca de enfermera. Su piel morena brillaba bajo la luz del sol, en medio de las sombras de los almendros del parque de Puerto Berrío donde hablábamos de estas cosas. Iba vestida con el uniforme blanco de la Cruz Roja. Sonreía, aunque la historia que me contaba era triste. Su sonrisa era blanca e inmensa como su alma.
-No me da miedo. Si nadie me acompaña, voy sola. Lo hago porque me da rabia y tristeza de que le hagan cosas así a la gente?
De este modo hablaba de su oficio: recoger cadáveres abandonados a orillas del río y en las carreteras que iban a las veredas. Campesinos asesinados por los grupos paramilitares que empezaban a sembrar el terror en el puerto y sus alrededores. Muchos de los cuerpos eran dejados colgados de los árboles, o amarrados a los estacones de las cercas. Había castigo de muerte para quien los recogiera o les diera sepultura. Ni la policía se atrevía a ir por ellos. Los cadáveres permanecían expuestos al sol y al agua días enteros. La gente buscaba travesías para evitar los pasos donde eran exhibidos de este modo los cuerpos, ya atacados por las aves de carroña. Antígona Vélez emprendió su trabajo de enterrarlos sin permiso de nadie. Era el año 1981. Nunca más volví a verla.
Su historia vino a mi memoria cuando leí el nuevo libro de Patricia Nieto , "Los escogidos", de la colección Letras Vivas de Medellín y la Editorial Sílaba. Es un libro triste, como la mujer que lo cuenta y que habla con los muertos. Como las voces que recuerdan la tragedia del puerto y del río.
Se lo dice, a Patricia, Francisco Luis Mesa Buriticá , el enterrador: "En veinticuatro años como propietario de la Funeraria San Judas, he puesto mis manos sobre 786 cuerpos de personas sin identidad conocida. Gente de las acequias, de las ciénagas, de los pozos, de los riachuelos, del río Magdalena. Muertos del agua. Barcos fantasmas que atracan en una playa, en una raíz o en una atarraya? Los he tenido en mi mesa de trabajo, los he amortajado, los he conducido al cementerio". Según sus cálculos de experto en estadísticas de gente degollada, descuartizada, fusilada, acuchillada, todavía hoy, todos los días 25 cuerpos caen al río. Pacho va hasta donde le indiquen que hay un cadáver abandonado en jurisdicción de seis cabeceras municipales y treinta y cinco veredas.
Me ha tocado el corazón "Los escogidos". La única alegría que he sentido al pasar sus páginas ha sido enterarme de que Antígona Vélez ya tiene sucesores. Hoy, en Puerto Berrío, los vivos escogen una tumba de un NN para bautizarlo con sus propios nombres y convertirlo en un dios personal, capaz de hacer milagros, vengarse o ayudarles a ganarse un chance. Antígona Vélez ya lo sabía hace 30 años, pero el resto de los colombianos todavía no: El río Magdalena es la fosa común más grande que existe en Colombia.
Publicado en:El Colombiano, abril 8 de 2012.
-No me da miedo. Si nadie me acompaña, voy sola. Lo hago porque me da rabia y tristeza de que le hagan cosas así a la gente?
De este modo hablaba de su oficio: recoger cadáveres abandonados a orillas del río y en las carreteras que iban a las veredas. Campesinos asesinados por los grupos paramilitares que empezaban a sembrar el terror en el puerto y sus alrededores. Muchos de los cuerpos eran dejados colgados de los árboles, o amarrados a los estacones de las cercas. Había castigo de muerte para quien los recogiera o les diera sepultura. Ni la policía se atrevía a ir por ellos. Los cadáveres permanecían expuestos al sol y al agua días enteros. La gente buscaba travesías para evitar los pasos donde eran exhibidos de este modo los cuerpos, ya atacados por las aves de carroña. Antígona Vélez emprendió su trabajo de enterrarlos sin permiso de nadie. Era el año 1981. Nunca más volví a verla.
Su historia vino a mi memoria cuando leí el nuevo libro de Patricia Nieto , "Los escogidos", de la colección Letras Vivas de Medellín y la Editorial Sílaba. Es un libro triste, como la mujer que lo cuenta y que habla con los muertos. Como las voces que recuerdan la tragedia del puerto y del río.
Se lo dice, a Patricia, Francisco Luis Mesa Buriticá , el enterrador: "En veinticuatro años como propietario de la Funeraria San Judas, he puesto mis manos sobre 786 cuerpos de personas sin identidad conocida. Gente de las acequias, de las ciénagas, de los pozos, de los riachuelos, del río Magdalena. Muertos del agua. Barcos fantasmas que atracan en una playa, en una raíz o en una atarraya? Los he tenido en mi mesa de trabajo, los he amortajado, los he conducido al cementerio". Según sus cálculos de experto en estadísticas de gente degollada, descuartizada, fusilada, acuchillada, todavía hoy, todos los días 25 cuerpos caen al río. Pacho va hasta donde le indiquen que hay un cadáver abandonado en jurisdicción de seis cabeceras municipales y treinta y cinco veredas.
Me ha tocado el corazón "Los escogidos". La única alegría que he sentido al pasar sus páginas ha sido enterarme de que Antígona Vélez ya tiene sucesores. Hoy, en Puerto Berrío, los vivos escogen una tumba de un NN para bautizarlo con sus propios nombres y convertirlo en un dios personal, capaz de hacer milagros, vengarse o ayudarles a ganarse un chance. Antígona Vélez ya lo sabía hace 30 años, pero el resto de los colombianos todavía no: El río Magdalena es la fosa común más grande que existe en Colombia.
Publicado en:El Colombiano, abril 8 de 2012.
Me arrepiento, por Fabio Rubiano.
Fue en 1981. Ella tenía 17 años y yo 18. Nos besábamos por horas en el sofá de la casa de su mamá. Los besos eran diferentes de los de hoy. Los adolescentes de hace 30 años, salidos de colegio público, se besaban mucho y se acariciaban, pero no era frecuente tener más sexo que ese. Los besos, llegado un punto, dejaban de saber, pero las parejas continuaban besándose porque no se podía pasar a más. En un momento, cuando la boca de ella y la mía sabían a lo mismo, ella se acostó en el sofá, se abrió la blusa, se desabrochó el pantalón y me dijo “ven”. Yo la miré paralizado y le respondí: “No, quiero que esperemos hasta que nos casemos”.
A las dos semanas, ella estaba diciéndole “ven” a su compañero de clase y él sí no esperó y fue.
Me arrepiento, pero no de haber dejado de hacerlo (aunque habría sido bonito, dada la manera en que la quería); el arrepentimiento está en las razones que le di para aplazar el momento.
Si por lo menos hubiera escogido otras razones para ese aplazamiento, como el lugar inadecuado, la ausencia de un método de protección, el hecho de que yo era virgen (lo era), o el miedo de que llegara la mamá… Pero no, di mi negativa pensando que tenía que ver con una versión primitiva del respeto (como si dejar a alguien con ganas fuera respetarlo) y que ella lo iba a ver como una muestra de amor. En resumen: dije una estupidez suponiendo que era una grandeza.
Pudo haber sonado tierno o afectivo, pero era engañoso, dulzura de catálogo de los ochenta. En esa lógica, era como decir “te quiero tanto que mejor no te quiero más”, una negación inmediata, dialéctica barata e inútil.
Lo peor es que después de que se fue con su rubio compañero a cumplir la misión que yo no había querido aceptar por investirme de caballero, sin pensar que los caballeros cumplen las peticiones de sus doncellas, regresó arrepentida. Yo, por supuesto, estaba con el corazón destrozado, tirado en el piso del desengaño, dando argumentos para las próximas diez telenovelas –y para todas las baladas– de la década.
Ante su petición de volver dije “no”. El idiota seguía firme. Tampoco aproveché que ella regresaba con experiencia y habría podido compartir conmigo el curso de actualización.
Hace unos años la volví a ver. Con dos hijos, su talle y su talla ya no eran los mismos. Los míos tampoco. Me dijo que me recordaba mucho, que yo era una persona muy buena y que lo que le molestaba del mundo era que sólo se pensaba en lo material. No le discutí, no hablé mucho, me fui rápido.
No quiero decir que su pensamiento actual dependa de aquel episodio, no me voy a dar tantas ínfulas; lo que me aterró fue que casi diez años más tarde decía cosas parecidas a las que yo dije en ese sofá.
Ese sofá donde por miedo no quise hacer nada, porque de pronto llegaba la mamá, porque era virgen, porque no quería que fuera tan rápido, porque no había condones… No había condones: pensándolo bien, no me arrepiento.
En: www.cartelurbano.com/node/4681
A las dos semanas, ella estaba diciéndole “ven” a su compañero de clase y él sí no esperó y fue.
Me arrepiento, pero no de haber dejado de hacerlo (aunque habría sido bonito, dada la manera en que la quería); el arrepentimiento está en las razones que le di para aplazar el momento.
Si por lo menos hubiera escogido otras razones para ese aplazamiento, como el lugar inadecuado, la ausencia de un método de protección, el hecho de que yo era virgen (lo era), o el miedo de que llegara la mamá… Pero no, di mi negativa pensando que tenía que ver con una versión primitiva del respeto (como si dejar a alguien con ganas fuera respetarlo) y que ella lo iba a ver como una muestra de amor. En resumen: dije una estupidez suponiendo que era una grandeza.
Pudo haber sonado tierno o afectivo, pero era engañoso, dulzura de catálogo de los ochenta. En esa lógica, era como decir “te quiero tanto que mejor no te quiero más”, una negación inmediata, dialéctica barata e inútil.
Lo peor es que después de que se fue con su rubio compañero a cumplir la misión que yo no había querido aceptar por investirme de caballero, sin pensar que los caballeros cumplen las peticiones de sus doncellas, regresó arrepentida. Yo, por supuesto, estaba con el corazón destrozado, tirado en el piso del desengaño, dando argumentos para las próximas diez telenovelas –y para todas las baladas– de la década.
Ante su petición de volver dije “no”. El idiota seguía firme. Tampoco aproveché que ella regresaba con experiencia y habría podido compartir conmigo el curso de actualización.
Hace unos años la volví a ver. Con dos hijos, su talle y su talla ya no eran los mismos. Los míos tampoco. Me dijo que me recordaba mucho, que yo era una persona muy buena y que lo que le molestaba del mundo era que sólo se pensaba en lo material. No le discutí, no hablé mucho, me fui rápido.
No quiero decir que su pensamiento actual dependa de aquel episodio, no me voy a dar tantas ínfulas; lo que me aterró fue que casi diez años más tarde decía cosas parecidas a las que yo dije en ese sofá.
Ese sofá donde por miedo no quise hacer nada, porque de pronto llegaba la mamá, porque era virgen, porque no quería que fuera tan rápido, porque no había condones… No había condones: pensándolo bien, no me arrepiento.
En: www.cartelurbano.com/node/4681
viernes, 13 de abril de 2012
domingo, 8 de abril de 2012
Chiste de sexualidad
Abuelita ¿cómo se llama eso cuando uno duerme debajo y el otro encima?
La abuelita contesta eso se llama relaciones sexuales, tirar, hacer el amor, pichar, culiar, coger, penetrar....
El niño vuelve al día siguiente y le dice:
Abuela no se llama ni relaciones sexuales ni tirar, ni nada de eso se llama CAMAROTE, y la maestra quiere hablar con usted por Arrecha, Grosera y Vagabunda.
La abuelita contesta eso se llama relaciones sexuales, tirar, hacer el amor, pichar, culiar, coger, penetrar....
El niño vuelve al día siguiente y le dice:
Abuela no se llama ni relaciones sexuales ni tirar, ni nada de eso se llama CAMAROTE, y la maestra quiere hablar con usted por Arrecha, Grosera y Vagabunda.
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