miércoles, 24 de febrero de 2021
AUSCHWITZ - La fábrica de muerte (Documental 2017)
https://youtu.be/5NDzSmLOtLo
https://www.youtube.com/watch?v=5NDzSmLOtLo&has_verified=1&ab_channel=Goldenmedia
Mini-documental cómic MAUS de Art Spiegelman
martes, 23 de febrero de 2021
Art Spiegelman: El hombre detrás de la máscara de ratón. Por: Hillary Chute
Una entrevista de 2006 con el maestro creador de Maus, la mítica obra en cómic sobre el Holocausto.
Art Spiegelman es el autor de la novela gráfica Maus, ganadora del único premio Pulitzer que se le ha otorgado a una obra en cómic, y en la que se cuenta la historia de un sobreviviente del Holocausto –un ratón–, que no es otro que su propio padre. Una obra transgresora, que dio luces sobre lo que estaba pasando en el mundo underground del cómic y que puso a todos hablar de los alcances de su lenguaje. Sin embargo, varias preguntas rondaron a esta pieza maestra: ¿por qué el Holocausto?, ¿por qué ratones?, ¿por qué un cómic?, ¿es ficción o no ficción? En 2006, el artista sueco le respondió cada interrogante a Hillary Chute, crítica de cómic, y el resultado es esta entrevista. Así piensa el hombre detrás de la máscara de ratón.
Art Spiegelman es hoy uno de los nombres obligados a la hora de hablar del cómic y su libro más importante, Maus, ya es un clásico del género y el único que ha recibido un premio Pulitzer. Fueron trece años de trabajo: incontables horas de conversaciones con su padre, sobreviviente del Holocausto y protagonista de la historia, y otras tantas en el estudio dibujando a judíos como ratones, soldados nazis como gatos y polacos como cerdos. El resultado es una novela gráfica sobre los horrores de la Segunda Guerra Mundial en Polonia.
Lo que vino después de la publicación fue algo sin precedentes: las traducciones, los premios y los artículos que bautizaban a Spiegelman como el “abuelo” del cómic moderno, como un transgresor, un pionero, un instigador. Spiegelman es todo eso. Maus también lo es. Pero la obra, en la que el mismo autor se esconde detrás de una máscara de ratón para exorcizar el pasado de su familia, significó para él más que éxito y fortuna. Durante años se vio atormentado por la presencia de “ese libro insuperable” y las mismas preguntas que le repetían sin cesar: “¿Por qué el Holocausto?”, “¿Por qué ratones?”, “¿Por qué un cómic?”, “¿Es ficción o no ficción?”, “¿Qué tan verídica puede ser la historia contada por ratones?”.
Spiegelman vive en Estados Unidos desde 1951, cuando sus padres emigraron, y es ahí donde ha formado su carrera. En la década de 1970 fue coeditor de las revistas Arcade y RAW, en la que colaboró con Robert Crumb, otra leyenda del cómic norteamericano, y en la que publicó por primera vez los capítulos iniciales de Maus. Luego de la publicación de la obra entera, y debido a la ansiedad que le causó la recepción entre los críticos y el público, Spiegelman estuvo casi retirado por diez años, tiempo en el que colaboró con portadas para The New Yorker –su esposa, Françoise Mouly es la directora de arte de la revista–, y publicando libros para niños.
En 2006, luego de leer las notas y apuntes que sobre su obra había escrito Hillary Chute, crítica y profesora de Escritura Creativa de la Universidad de Chicago, Spiegelman decide que es hora de hablar sobre su libro, “el” libro al que se había resistido volver. “El libro que me dio nombre y que me ha perseguido desde su aparición; me costaba volver a los fantasmas familiares, al tufo de la muerte de la historia y a mi pasado”, dice. El resultado de esa entrevista de muy largo aliento es Metamaus, un libro que indaga en todos los temas espinosos que se esconden bajo la superficie de la historia original: el racismo, la compleja relación del autor/ personaje con su padre/protagonista, las largas horas de trabajo que significan un proyecto de vida como este, el martirio del reconocimiento. Este es el hombre detrás de la máscara de ratón.
¿Cuándo cobró conciencia de que sus padres habían sobrevivido al Holocausto?
Mis padres no hablaban de forma coherente ni exhaustiva de lo que habían vivido. Se daba por supuesto que había pasado “la Guerra”, término con el que se referían al Holocausto. Creo que ni siquiera oí la palabra “Holocausto” hasta finales de la década de 1970, pero fui consciente de “la Guerra” desde que tengo uso de razón, simplemente de oír comentarios en casa. Cosas tipo: “Pasaremos unos días con Yulek. Yulek, A Yulek lo ayudé mucho en los campos. Nos quedaremos un tiempo con él”. Y con cuatro años era consciente de que aquella gente formaba una especie de fraternidad. Y, desde luego, me dejaron claro que no eran estadounidenses iguales al resto de nuestro entorno.
¿Recuerda cómo empezó a entender las experiencias por las que habían pasado sus padres?
Fue durante el juicio a Eichmann, en 1961, como la mayoría de los estadounidenses. Tenía trece años. Mis padres siguieron con sumo interés los juicios, ampliamente televisados, y así me enteré de por dónde iban los tiros. Y por la misma época me encontré un libro de bolsillo muy desgastado en los estantes de mi madre, al lado de El amante de Lady Chatterley. Creo que se titulaba Ministro de la muerte: la historia de Adolf Eichmann, y contenía algunas fotografías, las primeras que vi de aquella atrocidad. Y rebuscando en la biblioteca de mis padres encontré más libros y folletos publicados en polaco y en yiddish al acabar la guerra. Algunos contenían fotografías y dibujos… Así comprendí por primera vez que mi familia había recibido un golpe enorme, devastador. Algunos de aquellos folletos me sirvieron de modelo para las tiras de Maus que publiqué por entregas en la revista RAW. La humildad de su diseño gráfico y su impresión me pareció importante.
Cuando empezó a anotar y a grabar el testimonio de Vladek [su padre y protagonista de Maus], ¿conocía la vida de sus padres antes de la guerra?
Muy poco. Anja [su madre] me había contado que había crecido en una buena familia y que eso guardaba cierta relación con el hecho de que mis tíos tuvieron una fábrica de textiles. Y mi padre me contaba detalles sueltos… Una vez le pregunté por la extraña cicatriz que tenía en el dedo y se la había hecho cortando madera de joven, el hacha le había dado en el dedo. Me contó varias veces con gran entusiasmo que una vez de niño había visto actuar a Siegmund Breitbart. Breitbart era un famoso forzudo judío de Lodz, capaz de enderezar herraduras con los dientes y cosas por el estilo. Para mí eran pequeñas escenas fascinantes de su vida antes de la guerra, un mundo mágico anterior a mi llegada.
¿Cómo fue para usted entrevistar a su padre?
Lo irónico del tema es que la zona de seguridad de nuestra relación coincidía con los momentos en que tratábamos situaciones en las que Vladek había corrido peligro, se había jugado mucho y lo rodeaba el desastre. Sin embargo, los dos encontrábamos cierto consuelo animal en poder hablar de algo que no fuera nuestra mutua decepción. Así que el problema radicaba en transmitir que el libro no eran solo imágenes de Art y su padre hablando a una grabadora, que reflejaban una pequeña parte de su relación, sino que equivalían a tres cuartos de la misma. Digamos que nos dio un lugar donde relacionarnos. La primera vez que regresé a Nueva York, en 1975, no se lo dije. Durante seis meses o un año tapé el teléfono con una toalla y ¡fingí que le llamaba desde San Francisco! (Creo que saqué el truco de una tira cómica de Dick Tracy que leí de niño). Había intentado sin demasiadas ganas acercarme a él justo después de morir mi madre, en 1968, pero yo estaba ido y muy distante. Acababa de salir del psiquiátrico cuando mi madre se suicidó. Mi padre y yo no pudimos consolarnos. Yo todavía estaba en plena rebelión interior y me relacionaba con gente de una comuna de Vermont. Sencillamente, Vladek y yo no podíamos mantener una conversación, siempre acabábamos peleándonos y con mi padre exigiéndome cosas fuera de mi alcance. La brecha generacional entre nosotros era ancha como en cañón del Colorado. Me acuerdo de algo que dijo Vladek justo después de morir mi madre. Me dijo: “Quizá me equivoqué contigo”. “¿Y eso?”, le pregunté. “Bueno, siempre dejé a Anja salirse con la suya”. En otras palabras, permitió que Anja ocupara el lugar de padre que le correspondía a él. Y ya era demasiado tarde para crear ese vínculo entre nosotros. Vladek era solo una figura distante y autoritaria.
¿Qué dificultades planteó entrevistarlo?
En realidad las únicas barreras fueron su memoria y su capacidad para expresarse, y la mía para saber qué preguntar. Compartíamos una intimidad, más de la que podía alcanzar con él en ningún otro contexto. De vez en cuando me descubría presionándolo demasiado y saltaba a la vista que estaba agotado de pedalear en la bicicleta estática mientras charlábamos o que algo le emocionaba demasiado para continuar. Pero no recuerdo ningún comentario del tipo “No, no enciendas la grabadora”.
Un vez decidió que se enfrascaría en el proyecto del Maus largo, ¿cómo empezó? ¿Quiso primero investigar sobre la guerra y luego entrevistar a su padre o al revés?
Cuando me lancé sabía que sería un proyecto muy largo, de unos dos años. ¡Ah, la inocencia de la juventud!, dos años me parecían una eternidad. De modo que empecé entrevistando de nuevo a Vladek y descubrí que no podía comprender lo que me contaba a no ser que leyera y me metiera de lleno en el tema.
Supongo que siempre he preferido la investigación a escribir y dibujar. Durante la larga inmersión que supuso Maus leí, obsesivamente, todo lo que tuviera que ver con lo ocurrido. Cuando trabajaba en la versión de tres páginas, recuerdo que me bastó con un par de semanas investigando mediante préstamos interbibliotecarios; tampoco había tantas lecturas disponibles, al menos en inglés. Ahora harían falta varias vidas para asimilar toda la literatura existente… pero desde que terminé el libro no tengo la misma necesidad de mantenerme al corriente de la proliferación de obras literarias, ensayos, películas y demás materiales relacionados con el periodo de Hitler. No es que me resista, pero no me atrae a menudo.
¿Por qué cree que abunda tanto el “Holokitsch”, como usted lo llama? ¿Alguna vez Maus ha sido acusado de serlo?
Acuñé el término hace bastante: así que alguien ya debe de haberme acusado de serlo. Pero ¿por qué abunda tanto? En nuestra cultura se da una tendencia al kitsch en general. Es ese empeño en buscar el plano sentimental que conforma nuestros debates sobre el aborto, que conforma nuestras carreras presidenciales, que conforma gran parte de nuestra cultura popular. Hay que reducirlo todo a Los Buenos contra Los Malos. Con la caída de la Cortina de Hierro los comunistas perdieron atractivo como villanos. Supongo que el interés por el Holocausto se metastizó entonces: “Es un paradigma héroe/villano perfecto para las películas”. Es un sustituto de los vaqueros contra los indios. Quizá ha resultado conveniente devolver a los genocidas al país de origen. El Holocausto se ha convertido en un tropo que a veces, como en El pianista de Polanski, se emplea de forma admirable y otras de manera chabacana, como en La vida es bella de Roberto Begnini. Casi cada año se selecciona un documental o una película de ficción de esta categoría para algún premio de la Academia. Y hay montones de documentales sentimentales sobre la vida en el shtetl o la Segunda Guerra Mundial que aparecen cada vez que la WNET [canal público de televisión] organiza una colecta para captar el voto judío. Últimamente se ha convertido en terreno abonado para la parodia más espantosa, como el Libro negro de Paul Verhoven o Malditos bastardos de Tarantino. Los nazis son divertidos. Pero quizá ahora que la historia ha dejado, volvamos a tener villanos rusos y los terroristas árabes podrían ser los nazis.
Ha dicho que estaba trabajando en otro proyecto pero decidió centrarse en Maus porque le pareció más difícil. ¿Podría explicar por qué?
Mi vida laboral ha consistido mayoritariamente en buscar lo más difícil que soy capaz de hacer para aplacar mi severo juez interior. Cuando cumplí treinta años quería un reto a la altura y Maus lo estaba. Para mí era difícil tener que estar con mi padre, tanto metafórica como físicamente. De modo que todo ello me empujó a enfrascarme en una historia que me venía grande en lugar de dedicarme al otro gran proyecto al que le daba vueltas, Life in Ink, una metaficción sobre el siglo pasado. Iba a ser una historia del cómic en forma de biografía ficticia de una historietista compuesta por una caja con documentos y folletos impresos en una Multilith que Françoise [su esposa] había incorporado a nuestras vidas y nuestro loft.
Ha recibido muchas ofertas para adaptar Maus al cine, ¿verdad?
Infinitas… ¡No han parado desde que salió el primer gran volumen! Y si hubiera tenido garantías de que no se haría, habría vendido los derechos encantado. Pero así las cosas, guardo un ejemplar de Maus en una urna de cristal con un carterlito que dice: “Romper el cristal en caso de emergencia económica”. Pero como Françoise supo resumir muy bien: “Tu mayor logro después de hacer Maus ha sido no convertirlo en película”.
¿Pensaba en el tono que emplearía teniendo presente que se trataba de un texto sobre el Holocausto? Por ejemplo, hay algunos momentos divertidos…
No pensé en términos de escribir un texto sobre el Holocausto. Lo siento, me gustaría entrecomillar “Holocausto”, y también la expresión “novela gráfica”, para renegar de ellas. La palabra “genocidio” se acuñó para referirse a lo que le había pasado a mi familia y está libre de las extrañas connotaciones religiosas de “Holocausto”, sacrificio en que se quema a la víctima. El libro era un texto sobre mi… mi lucha, “mein Kampf”. Y, en dicho contexto, intentaba no caer en ninguna de las dos trampas que se esperan en un extremo y otro del proyecto: quedar como un cínico listo en relación con algo de una enormidad genuina o pecar de sentimental, la forma opuesta de trivialización. Dar con ese tono fue parte esencial de la tarea que me traía entre manos.
¿Cómo lo ha afectado el éxito del libro? ¿Cómo le ha cambiado la vida?
Bueno, no iba vestido para ganar, así que no estaba preparado para la acogida abrumadora que tuvo Maus. Me había dedicado a cómics que requerían que el público se detuviera a analizarlos más que a leerlos. En mi arrogancia, daba por hecho que mi obra se valoraría de forma póstuma.
El éxito de Maus me puso en evidencia: “¡Vale! ¡De acuerdo! ¡Eres un genio! Y ahora, ¿qué?”. Me había alimentado de ese desinterés relativo: era lo que me animaba a levantarme por las mañanas. Y, como un neurótico, experimenté el éxito de Maus de forma antihedonista, me pasé veinte años intentando librarme de mi propio logro. El hecho de que Maus proyecte su gran sombra sobre la literatura contemporánea y, obviamente, sobre los cómics, no me afecta solo a mí, sino también –en modo que imagino un incordio- a otros grandes artistas del cómic. (…) Maus me aportó seguridad económica y reconocimiento, me abrió más puertas de las que jamás habría cruzado, pero lo que nunca podría haber previsto es la carga de intentar no estorbar a la obra en la que había trabajado tanto tiempo. Había contraído una obligación con los muertos.
¿Cómo decidió crear la metáfora gato/ratón?
Los ratones y los gatos funcionan como pareja; aparecían en los dibujos animados y las historietas tipo Tom y Jerry de mi infancia. Me topé con el problema de la disparidad de tamaño. Tom y Jerry no son iguales a ningún nivel. Tom es más grande y, aunque Jerry es un animalillo listo y pillo, solo le llega a la punta de la zarpa. Cuando empecé a trabajar en la versión larga de Maus mi primer impulso fue el de dibujar gatos grandes y ratones pequeños. Para cuando llegué a una solución satisfactoria, había minimizado la disparidad, de modo que los gatos y los ratones más o menos habían devenido máscaras evidentes. Me gustó trabajar con una metáfora que no funcionaba del todo bien aunque, desde luego, no quería que avalara la ideología nazi ni que, implícitamente, suplicara compasión, algo así como: “Uy, pobrecito ratoncillo indefenso”. Equilibrar los tamaños no significaba otorgarles el mismo poder, pero tampoco condenaba a los ratones a la desventaja biológica que de otro modo habría implicado la misma metáfora. (…) Ahondé en la metáfora de la opresión, tirando de mi propia historia, de la historia de mis padres, pero sin adueñarme de ella, sin intentar captar la textura real de los detalles. Solo cuando comencé a trabajar en el libro caí en la cuenta de que podía emplear mis cabezas de gatos y ratones, pero que sería tonto seguir por el camino de las fábulas de Esopo. La obra se convertiría en algo falso y necio. Solo podía llegar a lo general a partir de lo particular.
Una de las cosas que sorprende de cómo terminó dibujando a los ratones en la simplicidad de las caras.
En los bocetos iniciales de las páginas no pensaba de manera consciente en el estilo, me limitaba a asegurarme de que podrías distinguir a un ratón de un gato utilizando simples “spiegelratones” antropomorfos. Por entonces me relacionaba con cineastas independientes cuya sensibilidad modernista y pictórica los empujaba a preferir el gesto de la interpretación. Me enervaba que cada vez que les mostraba los dibujos de mi búsqueda estilística todos me sugerían: “Bueno, aprovecha los bocetos, con todos los tachones y errores. Son magníficos. Vitales. Están vivos”. Me confundían, aunque en cierto modo me ayudaron a aceptar mi falta innata de talento para el dibujo. Solo sabía que necesitaba algo más preciso que aquellos primeros bosquejos y, al final, llegué así a la codificación que terminé utilizando: las cabezas de ratón que básicamente son triángulos sin boca, solo una nariz y unos ojos, y muy distintas de Mickey Mouse, con su cara feliz y sonriente.
¿Le sorprendió que el suplemento de libros de The New York Times lo incluyera entre los bestsellers de ficción?
Después de tanto esfuerzo para no equivocar hechos ni detalles, me desconcertó. Acabé mandando una carta al Times en la que decía: “Si tuvieran una sección de ficción y una de no ficción estaría conforme, pero ficción significa inventado, y entonces se trataría de un libro completamente distinto al que estoy haciendo”. Calificar este testimonio de ficción solo podía hacer las delicias de quienes niegan el Holocausto. Como tengo amigos que trabajan en el Times, me enteré de una conversación sorprendente que tuvo lugar después de que recibieran mi carta; se pusieron a discutir si debían pasar el libro a la sección de no ficción. Al final, los poderes fácticos decidieron que sí; al fin y al cabo, Pantheon lo había publicado como libro de no ficción y, por entonces, con eso bastaba. Pero un redactor se enfadó: “Pues vamos a casa de Spiegelman y si un ratón gigante abre la puerta, ¡pasamos el libro a no ficción!”. Yo todavía no entiendo qué es ficción y qué es no ficción. La realidad es demasiado compleja para encauzarla por los estrechos canales y límites de la narrativa y Maus, como cualquier otra narración, sean memorias, biografías o historia presentada en forma de relato, está racionalizado y, al menos a dicho nivel, es ficción. Hay ficciones que te conducen de vuelta a la realidad y ficciones que te derivan hacia la vida onírica del autor y solo reflejan los hechos de manera oblicua. Yo consideraba que Maus pertenecía a la sección de no ficción según el sistema que tenían en el Times de dividir los libros. Con todo, cuando le concedieron el premio a mejor obra de ficción de 1992, mi editor me convenció para que me callara la boca y aceptara gustoso.
¿Se agobió durante la promoción de Maus?
Tiendo a identificarme con los periodistas y, hasta cierto punto, me gusta la entrevista como medio para cribar lo que pienso acerca de lo que he hecho. Solo que aquello acabó pareciendo Atrapado en el tiempo [la película Groundhog Day]. Supongo que de ahí nació la imagen de la sección “El tiempo vuela” de Maus, en la que aparezco en lo alto de una pila de cadáveres y rodeado de micrófonos.
Una vez dijo en la radio nacional pública: “Creo que a quien le gusta Maus tiene que reconocer que no podría haberse contado en otro idioma”. ¿Por qué contar Maus en cómic?
Jamás se me habría ocurrido contarlo de otra manera. El cómic es el idioma natural de intentar cumplir un mandato que no era consciente de estar acatando cuando retomé Maus en 1978: el deseo de mi madre de que contara su historia. Lo que me motivó de manera consciente fue el impulso de querer crear una tira cómica larga, que necesitara un punto de libro. Lo más interesante de los cómics para mí tiene que ver con la abstracción y las estructuraciones que implica la página de cómic, el hecho de yuxtaponer momentos temporales. En una historia que trata de convertir en cronológico y coherente lo incomprensible, la yuxtaposición de pasado y presente están siempre presentes: uno no desplaza al otro como ocurre en las películas.
Tomado de: https://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-14854416
Art Spiegelman: 'Cada cómic siempre es un insulto'. Por: PABLO PARDO.
NOVELA GRÁFICA. Entrevista.
Para el artista de cómics, el 11-S fue "como un mal 'viaje' de LSD". La experiencia de los atentados, y la reacción posterior de Estados Unidos es el centro de 'Sin la sombra de las Torres', el nuevo libro de la única persona que ha ganado el Premio Pulitzer con un cómic, 'Maus', en el que relata la aniquilación de gran parte de su familia en el Holocausto
Uno de los problemas más insolubles de un niño en los años 50 en Estados Unidos era no poder jugar al béisbol. Y eso era lo que le pasaba a Art Spiegelman. No es que fuera malo. Es que no veía bien en tres dimensiones. Por tanto, las posibilidades de darle con un bate a una pelota eran más bien escasas. "No tenía ni idea de dónde estaba la pelota", comenta Spiegelman a EL MUNDO con su tono de profesor de Universidad, que le sitúa más en un campus que en el panteón de hombres ilustres del cómic.
Sometido al ostracismo deportivo, Spiegelman empezó a refugiarse en las bibliotecas cuando los demás jugaban al béisbol. No le quedaba más remedio. "No poder jugar al béisbol era peor que ser una niña en aquel ambiente", recuerda. Leía de todo: desde Kafka hasta cómics. Y, entre estos últimos, pronto empezó a llamarle la atención 'Mad', uno de los precursores del cómic underground. "Era un cómic que te venía a decir: 'No te creas todo lo que te cuentan'".
Seis décadas más tarde, se ignora si alguno de los chicos mejor dotados para el deporte que andaban con Spiegelman acabó en el Salón de la Fama del Béisbol. Pero el inútil con el bate se convirtió en la primera -y, hasta la fecha, única- persona en ganar el Premio Pulitzer con un cómic: 'Maus', una recreación de los recuerdos de su padre durante el Holocausto.
Brutal -no podía ser menos- en su descripción fría y notarial de una crueldad y miseria sin límites, pero no exento de humor y de ternura, y con los dibujos abigarrados que sólo alguien que no ve bien en tres dimensiones es capaz de hacer, 'Maus' se convirtió en uno de los libros que convirtieron al cómic en un arte serio. Y es que ver en dos dimensiones tiene sus ventajas. "Es como si miras a un cuadro con un ojo cerrado: la composición se te hace mucho más clara. En mi caso, ha sido una ayuda. No lo hubiera sido, eso sí, si hubiera sido escultor", comenta Spiegelman.
Diez años después de publicar Maus, una mañana de septiembre, Spiegelman y su mujer, Françoise -directora de arte de la revista The New Yorker -vieron lo que pensaron que era una avioneta estrellarse contra una de las Torres Gemelas. No era una avioneta. Y no era un accidente. Pronto, Art y Françoise estaban corriendo hacia el sur de Manhattan, para sacar a su hija Nadja de la Escuela de Stuyvesant, situada a sólo 800 metros de las Torres. Nadja se salvó.
Hoy vive en París, y entre sus amigos está un dibujante de 'Charlie Hebdo' que se libró de la matanza de los islamistas -"esos imbéciles", dice su padre- del 7 de enero. Y, paradojas de la vida, Françoise se va todos los días a la nueva Torre de la Libertad que ocupa el espacio de las Torres Gemelas, a la que se mudó The New Yorker hace un mes.
Entretanto, el 11-S iba creando su impronta en Spiegelman. Pocos días después de la matanza, creaba la archifamosa portada del The New Yorker formada por un fondo oscuro con la sombra de las Torres como dos fantasmas de la tragedia. Ese dibujo es también la portada de su último libro, 'Sin la sombra de las Torres', en el que, un poco al estilo de 'Maus', narra su experiencia personal y la entremezcla con su observación sobre la reacción de Estados Unidos tras la tragedia.
Sus cómics más famosos son acerca de tragedias con un elevado componente personal: el suicidio de su madre; el Holocausto; el 11-S...
Mi musa es el desastre. Cuando me siento bien, no quiero dibujar. Sólo quiero estar junto a Françoise [su esposa] y acariciarla. Si estoy mal, los cómics me ayudan a recuperar mi estabilidad. Y siempre he tenido la idea de que el cómic es apropiado para lo que haga falta. La pintura siempre me ha parecido mucho más snob que el cómic, por ejemplo, así que no he tenido ningún problema para usar este último para describir historias más o menos serias, trágicas o personales.
¿Fue el 11-S un pequeño Holocausto?
No quiero compararlos porque la magnitud de uno no se compara con la del otro. El 11-S fue un cataclismo, pero no el mismo tipo de cataclismo. Lo que pasó el 7 de enero en París fue otro cataclismo, pero tampoco se compara con los otros. Y hoy en día tenemos cataclismos mucho mayores, que no advertimos, porque apenas tienen presencia en los medios de comunicación, ya que tienen lugar en países a los que prestamos poca atención.
La semana pasada también giró en parte en torno a la idea del Holocausto, porque se conmemoraron los 70 años de la liberación de Auschwitz. ¿Qué hemos aprendido desde entonces sobre los genocidios?
Nada. El Holocausto está siendo manipulado políticamente. En Francia, por ejemplo, hay antisemitismo, sobre todo entre grupos de gente que se siente marginada, excluida del sistema. Aunque, insisto, la escala no sea comparable, las dinámicas son similares.
¿Cómo vivió usted la matanza de Charlie Hebdo?
Nadja vive en París, está ahora trabajando en un libro de no-ficción. Uno de sus mejores amigos trabaja en Charlie Hebdo. Pero, como es anarquista, nunca va a las reuniones de la revista, así que el martes 7 de enero no estaba allí. Nadja me dijo una frase que aún recuerdo: "Fue como cuando cayó la segunda torre". Después, nos envió a Françoise y a mí un texto que había escrito sobre la manifestación del domingo 11 de enero en París. Recuerdo que aquel día yo estaba en China, en un viaje para promover la libertad de expresión. Era extraño, porque sentía que me encontraba, precisamente, en el lugar equivocado en el momento equivocado. Tuvo un toque un poco extraño. Todo el miércoles y el jueves, los días después del atentado, Françoise estuvo trabajando en la portada del New Yorker. Yo quería que fuera algo sobre Mahoma, porque los dibujos de Charlie Hebdo no pretendían ofender a los musulmanes, pero al final escogieron otro motivo (fue una Torre Eiffel con un lápiz). El miércoles fui a un programa de televisión [de Amy Goodman, una de las líderes de la izquierda de EEUU] y me sentí muy incómodo. El jueves fui a una manifestación de solidaridad en Union Square, y también fue muy extraño. Yo estaba allí, con unas 200 personas, en su gran mayoría de origen francés. Vamos, que era una minoría: estadounidense y dibujante. Todos gritaban ¡Je suis Charlie!, pero no yo. Yo decía: "Las vidas de los dibujantes también son importantes".
¿Han cometido un error la inmensa mayoría de los medios de comunicación de Estados Unidos al no mostrar a sus lectores las caricaturas que provocaron el atentado?
Sí. No han hecho su trabajo. Estoy furioso sobre lo que están haciendo. Si no tienes Internet, no puedes saber lo que está pasando, y eso se aplica también al caso de los asesinatos de Charlie Hebdo.
Usted no es ajeno a ese tipo de situación. Cuando hizo 'Sin la sombra de las Torres', se encontró con que nadie se lo quería publicar.
Es otra forma de censura: censura económica. En aquel momento, en 2004, no había mucho espacio en la prensa estadounidense para un cómic crítico sobre nuestra reacción al 11-S, así que tuve que crear mi propia coalición de voluntarios [el término empleado por el Gobierno de Bush para referirse a los países que, como España, apoyaron la invasión y ocupación de Irak]. En Estados Unidos sucedió algo muy curioso: sólo publicó partes de 'Sin la sombra de las Torres' el Daily Forward, un periódico judío que había nacido siendo socialista y había evolucionado hacia el conservadurismo. Pero, en general, los medios de Estados Unidos han sido extremadamente eficaces a la hora de hacer inofensivos a los dibujantes, a los caricaturistas. Hoy los medios tienen miedo de publicar cosas que ofendan a alguien, porque eso puede suponer pérdida de ingresos publicitarios.
Las caricaturas, los cómics, siempre son transgresores. ¿Por qué?
Porque, como dice la Semiótica, son unidades de significación muy pequeñas. No importa cuán políticamente correcta, o cautelosa, sea, cada viñeta es un insulto, porque simplifica hasta el extremo. Se las puede usar con sutileza -por ejemplo, al transformar a las personas en ratones-, pero siempre son muy obvias. En todo caso, yo soy un fundamentalista de la libertad de expresión.
Y el ataque a Charlie Hebdo es un ataque a la libertad de expresión.
Desde luego. En el caso de las caricaturas de Mahoma publicadas en 2005 por el diario danés Jyllnads-Posten, ése no era el caso. Aquéllas eran caricaturas hechas para ofender. No era arte. Con Charlie Hebdo no se dan esas circunstancias. Charlie es crítica con todo. No intenta ofender a ningún profeta. Y además sus obras se sitúan dentro de la tradición de la laicité (laicismo), que arranque en la Revolución Francesa y de la que carecemos en EEUU. Claro que cada país tiene sus peculiaridades. En Francia es un delito negar el Holocausto. Y yo creo que eso no tiene ningún sentido. Negar el Holocausto debe estar permitido. Es parte de una sociedad sofisticada como la que tenemos. De hecho, en Irán hay un concurso de cómics que nieguen el Holocausto y que ataquen al Estado de Israel. Yo he participado, y voy a seguir haciéndolo. De hecho, he escrito cómics negando el Holocausto, en revistas como Harper's y el New Yorker. Todas las religiones -incluyendo en la que yo me crié- son una estupidez, pero todos los seres humanos tienen derecho a ser estúpidos.
No teme que Charlie Hebdo acabe siendo instrumentalizado por los políticos?
Eso es algo muy complicado. Ahora todos los políticos dicen que son Charlie... Pero no es nuevo. Los dibujantes han sido arrestados en el pasado, en el presente, y volverán a serlo en el futuro.
Ha mencionado la transformación de seres humanos en ratones. En 'Sin la sombra de las Torres' eso pasa esporádicamente. En 'Maus' los judíos son siempre ratones; los nazis, gatos; y los polacos, cerdos. Los gatos y ratones se pueden entender -los primeros se comen a los segundos- pero ¿y los cerdos?
Cuando lo hice, sabía que estaba jugando con una metáfora que era una distracción. Pero es que yo me crié de pequeño con los dibujos animados de 'Tom y Jerry', en los que el gato persigue a los ratones. Así que los alemanes eran los gatos, y los judíos, los ratones. Pero luego estaban los polacos. Necesitaba una forma de separarlos. Había que encontrar otro animal. Y ahí es donde llegaron los cerdos. En los dibujos de 'Bugs Bunny' hay conejos, mofetas, y cerditos. El Tercer Reich había planeado hacer trabajar a los polacos y a los rusos hasta la muerte, un poco como si fueran animales domésticos, o sea, cerdos. Los judíos, sin embargo, debían ser exterminados como si fueran una plaga, alimañas, o sea, como ratas y ratones. Al mismo tiempo, a mi padre los polacos le aterraban. Cuando los nazis exterminaron a los judíos, los polacos se quedaron con las propiedades de los supervivientes. De modo que elegí un animal que no es kosher [puro, para los judíos tradicionales].
Tomadode: https://www.elmundo.es/cultura/2015/02/05/54d32ac1268e3eca358b456e.html
sábado, 20 de febrero de 2021
Una selección de novelas de aventuras con animales como protagonistas. Por Luis Daniel González.
En distinto grado, en las novelas de aventuras donde los animales son los principales protagonistas y no unos simples compañeros de los hombres, se suman factores como la información sobre costumbres animales y sobre la vida en la naturaleza, con el aprendizaje de actitudes más sabias para la vida — de los mismos animales o de los hombres que los observan —. En ocasiones, el interés de sus autores en establecer paralelismos con la vida humana, y la constatación de que hay vidas humanas que distan mucho de ser ejemplares, puede ir más lejos de lo razonable cuando se presenta el comportamiento de los animales como moralmente superior al de los hombres, olvidando que una vida instintiva no es una vida moral. En los párrafos siguientes, tomados muchos de una sección de Itinerarios lectores, hablo de varias novelas de este tipo por orden cronológico.
Tal vez sea el primer relato con un perro como protagonista o coprotagonista: The Dog Crusoe and his Master. A Tale of the Western Prairies (1861), de Robert Ballantyne. Es una narración que tiene lugar en una Norteamérica donde se inician los contactos entre blancos e indios con distinta suerte. El joven Dick Varley, que vive en el Mustang Valley, cerca del río Missouri, rescata un cachorro de perro de Terranova y lo llama Crusoe. A partir de ahí, Crusoe le acompaña en todo tipo de aventuras, a las que más tarde se unirá un extraordinario caballo mustang.
Cazadores de osos (1880), todo un alarde de conocimientos del prolífico Mayne Reid, un manual informativo sobre toda clase de osos y una buena muestra de un espíritu deportivo-cazador que puede calificarse de aristocrático.
A Ernest Seton se le ha de atribuir el mérito de ser de los primeros escritores en escribir sobre los animales con atención a los detalles de sus comportamientos y con cuidado para evitar el sentimentalismo. También, el de ser un extraordinario dibujante: sus historias llevan ilustraciones propias, unos dibujos precisos de gran calidad. Además, igual que los libros de Verne trajeron detrás multitud de vocaciones científicas, los de Seton provocaron muchas vocaciones de naturalistas. En La vida de un oso gris (1900) y en El Gran Oso de Tallac (1904), dos relatos de los muchos que escribió sobre animales de toda clase, cuenta las peripecias vitales de dos osos, desde que nacen hasta que mueren. En Two Little Savages (1903), un libro parcialmente autobiográfico que tiene mucho de guía de aprendizaje, habla de un chico que aprende a reconocer animales y adquiere habilidades para la supervivencia en la naturaleza. En él se incluyen ilustraciones al margen, de plantas, animales y objetos — del cuaderno de dibujo que lleva consigo a todas partes el protagonista — , ilustraciones de página completa que son escenas de la novela, y anexos con dibujos e instrucciones para explicar destrezas concretas.
La vida natural presentada de modo épico corrió a cargo de Jack London en obras como Colmillo blanco y La llamada de lo salvaje (1907 y 1903), relatos duros que hablan de lucha contra o en la naturaleza. La primera es el relato de un largo viaje que realiza Colmillo Blanco, un cruce de lobo y perra, y que acaba conociendo al hombre, a veces para su desgracia. En La llamada de lo salvaje las cosas ocurren al revés: un perro doméstico se convierte en un superperro.
Red-Fox (1905), del canadiense Charles Roberts, sigue la vida de un zorro: crecimiento, aprendizaje, encuentros con animales y con hombres, emparejamiento, zorritos, etc. Como logra vencer a todos sus rivales y evadir, una y otra vez, las trampas que se le tienden, se acaba convirtiendo en un animal legendario al que se atribuyen toda clase de proezas. La identificación del lector con la historia se acentúa porque, frente al zorro, el narrador nos habla de un chaval y un trabajador de una granja, que hacen todo lo posible por capturarlo, pero que lo miran y lo tratan como un rival que merece admiración.
Sir James Percy Fitzpatrick, surafricano, fue autor de Jock of the Bushveld (1907), relato basado en sus propias experiencias con Jock, un perro que lo acompañó en los viajes que hizo a partir de 1880 en una época de fiebre del oro. Cada capítulo narra un episodio de caza o de peligro: un leopardo, un viejo cocodrilo, un incendio, un encuentro con perros salvajes, etc. Como tantos clásicos, es un libro compuesto a partir de relatos que el autor contaba a sus cuatro hijos a la hora de dormir. Está bien escrito, tiene descripciones precisas y vivas de la naturaleza, y contiene mucha información.
Al modo de London, pero con un talante más cordial, James Oliver Curwood cuenta en Kazan, perro lobo (1917) la historia de un perro de trineo que se hace salvaje, y en Nómadas del Norte (1919) el viaje que hacen juntos un osezno y un perro. Otro relato importante del autor fue El oso (1916), o El rey de los osos en otras ediciones, acerca de cómo un joven cazador en las Montañas Rocosas del Canadá persiguen a un enorme oso, y a un osito que lo sigue, hasta un final inesperado. Este último libro tiene un prólogo en el que su autor confiesa que publica sus libros acerca de los animales con una cierta intención de reparación por su pasado como cazador y con la esperanza de transmitir su visión entusiasta de la naturaleza.
Un libro históricamente importante fue Lad, un perro (1919), de Albert Payson Terhune. Es una colección de relatos protagonizados por Lad, un collie, que captura ladrones, vence a serpientes venenosas, lucha con otros perros, salva la vida de niños, etc. Están bien contados, tienen episodios divertidos y, sobre todo, son convincentes al mostrar muchos rasgos del comportamiento animal. Por otro lado, siguen normalmente unos esquemas fijos, por momentos son en exceso dulzones, y el autor enfatiza demasiado que los perros son más civilizados que los hombres.
Entre los libros que hablan del ciclo de la vida y de la muerte a los niños ha de ser destacado El despertar (1939), de Marjorie Kinnan Rawlins. En él se describe la vida de una familia de colonos de Florida y el dolor del pequeño Jody Baxter cuando debe sacrificar el cervatillo Banderín que tenía como mascota.
Lassie vuelve a casa (1940), de Eric Knight, ha quedado como un hito en el subgénero de amistad entre «niño y perro». Joe Carraclough, doce años, debe vender su perra ovejera Lassie al Duque de Redling, que la envía a sus posesiones en Escocia, a quinientas millas. El relato tiene un fuerte gancho melodramático pero contiene mucha información, nada sentimental en este caso, sobre las duras condiciones de vida de la gente de la comarca. Cuenta con personajes bien dibujados y, en particular, con una figura de padre íntegro que resulta notable.
La captura de caballos salvajes y la doma de un potro es el tema de Misty de Chincoteague (1947), de Marguerite Henry, autora norteamericana experta en obras basadas en hechos reales de amistad entre chicos y caballos.
Mi compañero Gruñón (1956), de Fred Gipson, trata sobre la gran amistad que llegan a tener el joven Travis Coates y un perro vagabundo en un pueblo del Oeste, hasta que los acontecimientos les obligarán a un duro final semejante al de El despertar.
Una obra divertida es Más que un perro (1957), del canadiense Farley Mowat. El narrador habla de su perro Mutt, un cachorro de raza indeterminada que su madre compró cuando él tenía ocho años. Mutt tenía un porte altivo pero un aspecto grotesco y un comportamiento testarudo que causaron situaciones tragicómicas pero que, poco a poco, le convirtieron en toda una leyenda local.
Si Seton presentó la formación de un joven naturalista en Two Little Savages, la norteamericana Jean Craighead George acentuó, en su primera novela, Mi rincón en la montaña (1959), lo que tiene de aventura para un niño el hecho de vivir en los bosques.
Otras historias que no están centradas en los animales sino en alguien cuya vida está en estrecho contacto con ellos son las de Pequeño Zorro, el Gran cazador (1961) y su continuación, Pequeño Zorro, el Último jefe (1962), del alemán Hanns Radau. Tratan sobre un simpático trampero esquimal con un tono más parecido a Curwood que al del bronco London, aunque también con menor vigor.
A la gran tradición de relatos canadienses sobre animales pertenece Viaje increíble (1961), de Sheila Burnford, un relato de supervivencia varias veces llevado al cine. Es una expedición larguísima de dos perros y un gato siamés, unos animales a quienes su instinto empuja en busca de sus dueños. Su verosimilitud nace de los años en que su autora observó a sus propios animales domésticos, y la originalidad de su argumento procede de convertirlos a ellos en héroes. Un poco parecida en su planteamiento a Lassie, la narración tiene agilidad, describe bien cada incidente, y mantiene la tensión hasta el emotivo reencuentro de los animales con sus jóvenes dueños.
Rafael Morales cuenta el afecto de un chico por un caballo rebelde en Dardo, el caballo del bosque (1961). Dardo es un potro que un ganadero regala a su hijo. Éste, después de tomarle un gran afecto, sufre una gran decepción cuando, al ser separado de su madre, el potro huye al bosque. La historia no es nueva, pero la prosa excelente de Rafael Morales le da categoría y comunica un gran vigor a los combates entre animales, un elemento común a estos relatos.
Tal vez sea La leyenda del helecho rojo (1961), de Wilson Rawls, una de las historias más cautivadoras de este tipo de relatos. En las montañas Ozark de Oklahoma, Billy Colman, a sus diez años, sueña con dos perros cazadores de mapaches que ha visto anunciados en una revista. Durante dos años ahorra para poder comprarlos. Los llama Viejo Dan y Pequeña Ann, los prepara y, más adelante, sale de caza con ellos. Poco a poco, la destreza y la tenacidad de Billy y sus perros ganan una enorme fama. Relato lleno de calidez y con una descripción detallista de paisajes, animales y de las escenas de caza que llevan a cabo los protagonistas. La primera persona de un narrador que recuerda su infancia comunica tensión: el lector sabe cuáles son los pensamientos de Billy y cómo van y vienen sus emociones.
Rascal, mi tremendo mapache (1963), una obra basada en recuerdos autobiográficos del norteamericano Sterling North, habla de lo que sucede si crías en casa a un mapache cuando sólo tienes diez años.
En Ben: el oso dócil (1965) y Kavik, el perro lobo (1968), el norteamericano Walt Morey fabricó dos relatos que tocan las mismas teclas argumentales y emocionales. En un lado, una familia formada por un padre trabajador y responsable, una madre lista y perspicaz, y un adolescente que entabla una relación especial con un animal, que es el verdadero protagonista. En el otro, unos antagonistas parecidos: un hombre que trata mal a los animales y un propietario rico pero al final de buen corazón. Las dos inciden en la idea de la curación y el descubrimiento de uno mismo gracias a la cercanía a los animales y la naturaleza.
Al modo en que lo hacía Red Fox, de Charles Roberts, El gato salvaje (1968), del norteamericano Allan W. Eckert, sigue todas las peripecias vitales del protagonista, un animal que es un cruce entre un lince y una gata.
Jean Craighead George marcó un nuevo estándar en este tipo de novelas, por su enfoque y su rigor, en Julie y los lobos (1972). Esta novela de crecimiento de la pequeña Julie, una chica esquimal que huye de su casa cuando su familia quiere casarla, contiene cuidadas descripciones de la vida de los lobos que son deudoras del trabajo de la escritora como naturalista en un laboratorio de Alaska. La narración tiene ritmo, escenas de gran belleza visual, y un desenlace que no es común y hace pensar.
Acentos de lucha con una naturaleza hostil tienen los relatos del canadiense James Houston acerca de la vida entre los esquimales: en Fuego helado: una historia de coraje (1977), un jovencito estadounidense y un chico esquimal se pierden en las extensiones árticas; y en Garras largas: una aventura ártica (1981), dos hermanos esquimales han de competir con un oso por la comida que necesita su familia.
Un libro subyugante para primeros lectores es Stone Fox y la carrera de trineos (1980), de John Reynolds Gardiner. El pequeño Willy, de diez años, decide competir en una carrera de trineos con su perro contra el mítico indio Stone Fox, que nunca habla. Es una historia con un paso narrativo perfecto, que consigue transmitir emoción, que contiene algunas escenas magníficas, que atrapa por completo al lector y tiene un desenlace impactante que no es artificial. Es también un libro de los que hacen descubrir a un lector primerizo el placer de una lectura completamente absorbente.
Peña Grande (1982) y Pabluras (1983), de Miguel Martín Fernández de Velasco, son historias de amistad entre hombres y animales, un oso en Peña Grande, un lobo en Pabluras. Son relatos cautivadores por las sobresalientes cualidades narrativas del autor, divertidos y emotivos, exactos en las descripciones de los comportamientos animales y de la vida en los pueblos de Castilla. Peña Grande, que narra la relación entre Vitines, un campesino y montañero solitario, y el oso Grandullón, es uno de los relatos sobre animales más veraces, consistentes y divertidos que se han escrito nunca, un libro adictivo, de los que siempre apetece releer, con un calor humano extraordinario y con anécdotas que arrancan la carcajada.
Es una historia emocionante y tensa Estrella Negra, Brillante Amanecer (1988), de Scott O’Dell, sobre una chica esquimal (Brillante Amanecer) que ha de competir, en lugar de su padre, en la famosa carrera de Iditarod con un trineo encabezado por Estrella Negra. El estilo es lacónico, preciso y, cuando hace falta, informativo, sobre costumbres y modos de vida, o sobre animales y el tiempo inclemente de Alaska. La narradora es atractiva por por su sensatez reflexiva y su valentía sin aspavientos. Se dibuja bien el choque cultural entre el mundo esquimal y el mundo «blanco». Los incidentes de la carrera están bien descritos y se suceden con toda verosimilitud.
Tomado de: https://medium.com/espanol/una-selecci%C3%B3n-de-novelas-de-aventuras-con-animales-como-protagonistas-12b1dd4b8321
Luis Daniel González escribe sobre libros, y especialmente sobre libros infantiles y juveniles, en www.bienvenidosalafiesta.com y en http://librosparajovenes.aceprensa.com.
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