lunes, 6 de agosto de 2012

El dolor de María. Por Nataly Ramírez

María es una emprendedora mujer que a sus 43 años de edad es padre y madre a la vez, ya que su esposo fue arrebatado de sus brazos para llevarlo al monte para combatir contra el ejército nacional. Su drama comienza el 10 de febrero de 2010. Se encontraba en su casa, en la vereda el Zarzal, del municipio de Ituango. A eso de las 6 p.m. llegan unos tipos, camuflados, con máscaras en la cara, sacan a su esposo y lo obligan a coger un arma, para unirse con ellos a combatir esa misma noche. Ese día, otras personas también se quedaron sin esposo, sin padre, sin abuelo, sin hijo…

 Sólo recuerda una despedida dolorosa y el último abrazo que recibió de su esposo, pues tenía bien claro que quizás esa seria la ultima vez que lo vería. Después de varios días de espera al fin recibió noticias, no muy buenas: en una carta le decían que su esposo había fallecido por un impacto de bala. Le daban 18 horas para salir del pueblo, sin explicar razones. Su temor era muy grande, vendió todo lo que tenía de valor y con eso logró comprar los tiquetes para sus cuatro hijos, y salió inmediatamente de allí.

Su destino fue llegar a la ciudad de Medellín, sin amigos, sin familia, sin nadie que la pudiera ayudar. Le quedaba poco dinero, apenas para una pieza pequeña en la que pudieron pasar esa primera noche.

Al día siguiente tuvo que salir a pedir plata al el centro de la ciudad. Y así, pasaron varias semanas. Un día se encontró en el centro con una familiar de su esposo, que se había venido a vivir a Medellín hacía varios años, le contó lo que le pasó y le ayudó a conseguir un trabajo, donde si bien no ganaba mucho, pero le servía para sobrevivir.

Después, consiguió una casa rentada, con la ayuda de la familiar del esposo acomodó sus hijos en la escuela para que no estuvieran solos todo el día.

Su hijo mayor, de 11 años, era el que cuidaba a sus hermanos cuando llegaban de la escuela, mientras María llegaba del trabajo.

Por ese tiempo se inscribió en unos programas del Estado que brindaban ayudas a los desplazados. Pero ahí no termina su historia: su hijo mayor empezó a descuidar a sus hermanos porque se mantenía con sus amigos, que según él lo alejaban de los problemas. Le decía a su mamá que estaba jugando fútbol, en un paseo, en un grupo de baile y muchas cosas más… para justificar sus ausencias. Los vecinos le decían: “María, tu hijo está en cosas raras, ponga cuidado, que se mantiene con unos amigos que no son un buen ejemplo”. Pero para María eso era algo ilógico, su hijo nunca haría algo malo, pensaba.

 Después de varios meses el cambio de su hijo fue radical: llegadas tarde, salidas sin decir nada, no daba razón de lo que hacía; sin importarle los regaños o las pelas que le daban.

Una noche llegó, se acostó y se arropó de pies a cabeza, algo q nunca hacía. Más tarde tocaron tan duro la puerta que parecía que la iban a tumbar. María, asustada, abrió. Era un amigo de su hijo gritando: “parcero, parcero nos pillaron, tenemos q abrirnos, nos pillaron, corra, corra”. Salieron corriendo, María detrás de ellos preguntando qué pasaba, pero no recibió respuesta alguna, tampoco pudo alcanzarlos porque se cayó y le cogieron ventaja.

Sabía que algo pasaba y su corazón presentía que era muy malo, pero se negaba a creer que tuviera que ver con su hijo. Al rato llegó una vecina gritando: “María, María… a Felipe lo mataron”. Lo recogió y escuchó sus últimas palabras: “Mamá: te amo, perdóname”, y cerró sus ojos. Cogieron un taxi con la ilusión de que aún estuviera vivo, pero el médico fue contundente: “no hay nada que hacer, lo siento mucho”.

Ha pasado un año. Su situación económica ha mejorado. Por medio del programa de ayuda a los desplazados le dieron una casa, y aunque su dolor aun persiste las ganas de sacar a sus tres hijos adelante la levantan cada día para luchar y lograr darles todo lo que necesitan.